Esto era un herrero que era muy pobre, pero muy creyente en Dios y muy bueno. Tenía un perro que se llamaba "Metralla" y cuando el perro se ponía al lado del yunque se le abría la boca y el herrero le decía:
- Metralla, tienes hambre. Pues yo también la tengo.
Pero un día se presentaron en el taller dos hombres con un borrico a que le pusieran una herradura. El herrero no tenía ya ni herraduras. Así que echó mano de un trozo de plata que tenía guardado como herencia de su abuelo. Aquellos dos hombres eran Jesús y San Pedro. Cuando lo ven trabajar el metal le dice el Señor:
- Maestro: eso parece un trozo de plata.
- No es que parece, - contesta el buen herrero - es que lo es.
- No vamos a tener dinero para pagarle una herradura así.
- Yo sé que ustedes son tan pobres como yo - les contestó - No me alargaré en pedir dineros.
El herrero comenzó a ponerle la herradura al animal. Pero del hambre que tenía, casi no le quedaban fuerzas para amartillar los clavos. Y se le jorobaban y tardaba un siglo en sacarlos y volver a clavarlos. Le dice al Señor(sin saber el herrero que era Dios, claro):
- Venga, amigo. Levántele la mano al burro.
Del primer golpe, clavó un calvo. Y del segundo, otro. El herrero, extrañado de su habilidad, dice:
- ¡ Pues no parece que ha puesto Dios las manos en el burro para que me salga así de bien !
San Pedro, sonriente:
- ¿Quién sabe, buen hombre?
En diez minutos estaba listo el trabajo. Le pide el Señor lo que se debe y el herrero, tan contento de haber acabado pronto y bien, les dice que no les cobra.
- Eso no puede ser - protesta San Pedro.
- Pobres ustedes, pobre yo; no quiero nada de pobres, y nada pierdo.
No hubo manera de que dijera un precio.
- Bueno, maestro - acabó la discusión el Señor - Ya que no quiere cobrar nada, le voy a conceder un don: pida cualquier deseo, que se le cumplirá.
El herrero, por llevarle la corriente, sin hacerse ilusiones ni figurarse con quien estaba hablando, dice:
- Pues mire usted: yo tengo aquí en la fragua tan sólo una silla y quiero que toda persona que en mi silla se siente, que no se levante hasta que yo no le dé el permiso.
- Vaya tonterías que pide usted - exclamó San Pedro.
- Concedido - dice el Señor -. Pida otro deseo, que también se le cumplirá. Pero pida mejor que la otra vez.
Estuvo el herrero pensando un rato, y al fin responde:
- Tengo un peral en la puerta de la fragua y ningún año disfruto de las peras, porque se las comen. Quisiera que toda persona que se subiera al peral no se pudiera bajar hasta que yo no se lo autorizase.
- Menuda tontería... – volvió a decir San Pedro.
- Pide otro más, el último. Pero pide mejor.
Pensó y repensó el buen herrero.
- Mire: tengo una petaca muy grande y quiero que todo el que yo meta dentro de la petaca no pueda salir ni entrar mientras yo no le de permiso.
- ¡Otra tontería!...
- Concedido lo tiene, ¡ea! - dijo el Señor - Y ya nos vamos. Quede usted con Dios, y buena suerte.
A los tres días de este suceso, Metralla se le sentó al pie del yunque, abrió la boca y se murió.
- Adiós, Metralla, - le dijo el herrero - que detrás de ti iré yo. Estoy por entregarle el alma al diablo...
No había acabado de decir esto, cuando se le presenta un señorito a la puerta.
- Aquí me tienes, maestro.
- ¿Y quién es usted?
- Yo soy el diablo. Me has ofrecido tu alma y vengo a por ella.
El herrero no salía de su asombro.
- Espere un momento, que me despida de mi señora – acertó a decir al cabo de un rato.
Se metió para dentro y el diablo espera que te espera. Tanto esperar, se cansó y fue a sentarse en la única silla que había. Al rato sale el herrero y le dice que está listo. Pero el diablo, claro, no pudo levantarse. Entonces le vino al herrero el recuerdo de los dos personajes y los tres deseos que había pedido.
- Con que, ¿no te puedes levantar? Pues ahí vas a criar raíces.
- Si me levantas de la silla - le dice el diablo - te concedo veinte días de bienestar, a base de comida, puros, y siempre con dinero en el bolsillo.
Dicho y hecho. Le dio su permiso para levantarse y vivió veinte días como un marqués. Pero se le pasaron sin enterarse.
Una mañana estaba sentado a la puerta del taller y vio asomar un tropel de gente que venía hacia él. Cuando llegaron, sale uno del montón.
- Herrero - le dice - ¿No me conoces?
- Sí que te conozco. Tú eres el diablo.
- Pues venimos a por ti.
Era el tiempo en que el peral estaba de peras hasta arriba. Y dice el herrero:
- Bueno. Esperadme un minuto que voy a despedirme de mi señora. Mientras voy y vengo, probad las peras.
Ni uno quedó en tierra. Y cuando salió el herrero, por más que quisieron bajar, ninguno pudo.
- Bájanos de aquí y te prometo otros veinte días de vida a lo marqués - dijo el jefe de los diablos.
Dicho y hecho. Pero los veinte días se pasaron sin darse cuenta y volvieron a por él:
- Maestro: vámonos.
- Un minuto, que voy a despedirme de mi mujer.
- Ni hablar de eso.
Total que se fueron al instante. A los veinte minutos de camino, el herrero le dice al diablo:
- Me han dicho que el diablo se puede convertir en todo lo que quiera. ¿Es eso cierto o son habladurías de la gente?
- Es cierto - contesta el diablo - medio ofendido de que aquel mortal dudara de sus poderes.
- Pues si es verdad, ¿a que no te conviertes en hormiga?
Ni corto ni perezoso el diablo se transformó en la más pequeña de las hormigas. El herrero lo metió en la petaca y se volvió para su casa. Cuando llegó la noche se acostó y su mujer, para no perder la costumbre, se levantó a fisgar en la petaca del marido. Metió la mano y el diablo se la agarró de manera que no podía sacarla. Así estuvo, luchando toda la noche. Ya al clarear el día, viendo que no podía deshacerse de aquella trampa, llamó al marido.
- ¡Ventura! ¡Ventura! - que así se llamaba el herrero.
- ¿Qué quieres, mujer? - contesta el herrero, medio dormido.
- ¿Qué demonios tienes en la petaca, que no puedo sacar la mano?
- ¡Todos los del infierno! - contestó - Y ya pillé al ladrón que me registraba.
La mujer confesó y prometió no volver a fisgarlo. Entonces el herrero salió a la calle con la petaca, la abrió y preguntó al diablo:
- Prometes no volver nunca más por aquí.
- Nunca. Jamás. Te lo prometo. - gritó el diablo.
- Pues, con mi permiso, fuera.
El diablo se fue más que deprisa. Y el señor Ventura y su mujer vivieron como marqueses. Así pasó en verdad. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
Lo recogió Jacoba García Morales, 18 años.
Lo contó José Santiago Heredia, 70 (aprox).
Sorvilán.