miércoles, 3 de diciembre de 2008

Periquito y la cabra

Y uno acumulativo.
PERIQUITO Y LA CABRA

Érase una vez Periquito y sus dos hermanas. Y dijo la mdre que el que llegara primero subía a la casa de arriba para comerse una rebanada de miel. Periquito llegó antes y subía y decía la cabra: “el que pase de la raya me lo trago”. Periquito pasó y se lo tragó. Vino la hermana y le dijo la madre: “sube para arriba y le dices a Periquito que baje"” Y subía la hermana y dijo la cabra: "el que pase de la raya me lo trago”. Y vino la otra hermana. “Dile a tu hermana y a Periquito que bajen”. Y subía y dijo la cabra: “El que pase de la raya me lo trago”. Y ya sube la madre y otra vez que dice la cabra: “el que pase de la raya me lo trago”. La madre bajó corriendo y se puso a llorar.
Pasaron por allí dos viejos y l dijeron: “¿Por qué llora usted?”. Porque la cabra de la casa de arriba se ha tragado a mis tres hijos. Y le dijeron: ”Eso lo arreglamos nosotros”. Subieron y decía la cabra: “El que pase de la raya me lo trago”. Y se los tragó.
Pasaron por allí dos guardias civiles y le preguntaron: “¿por qué llora usted?”. Y la mujer contestó: “Porque la cabra se ha tragado a mis tres hijos y a dos viejos”. Dijeron: “Eso lo arreglamos nosotros”. Fueron y la cabra decía: “el que pase de la raya me lo trago”. Y se los tragó.
Pasó una hormiga y le preguntó: “¿Por qué llora?”. Y le dijo: “Porque la cabra se ha comido a mis tres hijos, dos viejos y dos guardias civiles”. Y le dijo la hormiga: “eso lo arreglo yo”. Subía y la cabra decía: “el que pase de la raya me lo trago”. La hormiga pasó y no se la tragó y le picó en la panza y salieron todos y la cabra se murió. La madre le dijo si quería un cuartillo de cebada y la hormiga contestó que no porque ya la estaban guardando las demás.
Y colorín colorado este tragón cuento ya se ha acabado.

Lo recogió Juan Antonio Cara Maldonado, 9 años.
Lo contó su prima Josefina Cara Zoto, 21 años.
Cortijo La Torrecilla. Albondón.

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La boda del gato y la gata

Érase una vez un gato y una gata que se iban a casar y salieron a buscar compadres y el acompañamiento.
Se encontraron con un burro que estaba rebuznando y don gato lo saludó:
- ¡Hola, don burro!
- ¡Hola, don gato! – contestó el burro muy alegre - ¿Dónde van ustedes por aquí?
- pensamos casarnos y venimos convidando al padrino y al que tenga gusto de acompañarnos. Si tiene gusto de acompañarnos, llevaríamos un buen cantor.
- ¡Con mucho gusto! – contestó alegre el burro.
Ya siguieron caminando y al cabo de un rato se encontraron con un gallo que cantaba el quiriquiquí. Al oír la gata al gallo, le dijo a su novio:
- ¡Mira qué bien canta también ese!
Y también lo invitaron.
Ya iban el gato, la gata, el burro y el gallo. Al cabo de un buen rato se encontraron con un carnero con unos cuernos muy grandes. La gata, pensando también en lo que pudiera suceder en su boda, le dice al novio:
- Mira que par de estacas lleva en la cabeza para pegar buenos leñazos.
Lo invitaron también y el carnero, agradecido, se marchó con ellos.
Ya iban el gato, la gata, el burro, el gallo y el carnero. Al cabo de un rato se encontraron con un pato que cantaba muy feliz: “pah, pah, pah”. Entonces dice el gato:
- ¡Mira: si se forma una pelea tenemos el carnero para defender y al pato para ordenar paz!
El pato, como los demás, les siguió.
Oscureció y, camina que te camina, se encontraron en un bosque muy espeso, ya lejos de la población. El gato se subió a un pino por ver si distinguía algún refugio. Le pareció divisar una lucecita no muy lejos de donde ellos estaban y hacia allá se encaminaron todos. Cuando llegaron se encontraron con una casucha no muy grande. El gato asomó la cabeza por la ventanilla y sin querer, por lo visto, asomó mucho la cabeza y los lobos lo vieron. Claro, ellos muy amables, les invitaron a que entraran, que no se quedaran en la puerta. Un lobo salió a abrírsela.
- ¿Dónde vais ustedes por aquí a estas horas? – preguntaron.
- Vamos de viaje y se nos ha hecho de noche – contestaron.
Los lobos, como tenían costumbre, todas las noches salían para buscar su comida.
- Bueno, - dijeron – nosotros vamos ahora a nuestro trabajo. La casa se queda sola y ustedes os podéis poner cómodos. Si tenéis hambre, hay comida en la despensa.
Los lobos se fueron a su oficio y los animales, ya comidos, como estaban cansados, decidieron acostarse. El gato y la gata, como de costumbre, se pusieron cada uno al lado del fuego. El pato y el gallo se pusieron en los hierros de la chimenea. El burro y el carnero, en el corral.
Los lobos mientras tanto pensaron que ya no hacía falta ir al bosque toda la santa noche a buscar comida, pues bastante había en su propia casa. Pero, como ninguno quería entrar a por ellos, lo echaron a suerte y le tocó al lobo más viejo. Al rato de estar caminando, pues no se encontraban cerca, llega hasta la puerta y escucha dentro. La casa se encontraba a oscuras y en silencio. Entra y se mete las manos en los bolsillos para ver si tenía cerillas. Pero por desgracia no tenía. Va a la lumbre por ver si quedaban ascuas y en esto que el gato abre un ojo. El lobo empezó a soplarle pensando que era un ascua, para avivarla. El gato, con una de sus garras, le araña un ojo y el lobo, sin comprender nada, va a buscar las cerillas en la repisa de la chimenea. Pero al mirar para arriba, el gallo le caga en el otro ojo. El lobo, desesperado, sale al corral donde se encuentra con el burro y el carnero. Y empezó la juerga: el carnero le pega un topetazo y lo manda a las patas del burro; el burro le pega cuatro coces y lo manda a los cuernos del carnero; y así durante casi toda la noche. El pato, que sintió todo aquel trapaleo, salió al corral diciendo: “pah, pah, pah”. Aprovechó el lobo y salió corriendo, sin entender nada de lo que pasaba en su propia casa.
Al cabo de un buen rato de dar tumbos, llegó hasta sus compañeros.
- ¡Anda, bribón, como has comido tanto estás que no te puedes valer! – le decían, burlándose de él.
- Callad, que a nuestra casa jamás podremos volver – contesta el lobo, todo destrozado – Llegué a la puerta y como no llevaba cerillas fui a la lumbre a por un ascua. La soplé y era una zarza que se me engarranchó en un ojo. Echo mano a la chimenea y había una albañil haciendo obra, que me tiró un pegotón de yeso en el otro ojo. Entonces me fui para el corral; había dos tíos jorcones y uno me suelta y otro me engancha; toda la noche así. ¡Gracias a que llegó un hombre que dijo: “paz, paz, paz”, y entonces me dejaron.
Así fue como los animales se quedaron a vivir en aquella casa, sin la molestia de los lobos, donde todavía habitan.

Lo recogió Margarita Vela Blanco, 14 años.
Lo contó su abuela Francisca Medina, 71 años
Yegen.

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El lobo y la zorra

Érase que se era un lobo y una zorra que estaban muertos de hambre y decidieron buscar comida.
Llegaron a un granero y cogieron simiente de maíz. Y le dijo la zorra al lobo:
- Haz el agujero y yo echaré las semillas.
A los cuatro o cinco días le dijo la zorra:
- Mira: para que no haya peleas, lo que nazca por debajo será para ti, y lo que nazca por arriba, para mí.
Quedaron de acuerdo y empezaron a recoger los frutos. Cuando acabaron, la zorra se había quedado con todas las panochas y el lobo con todas las raíces.
El lobo no quedó conforme y fueron a buscar más comida. Ahora la zorra, más lista que el lobo, cogió simiente de remolacha y dijo:
- Ahora será para mí lo de abajo.
Quedaron tan conformes y al cabo de unos días cogieron los frutos. La zorra se quedó con todo el fruto y el lobo con todas las hojas.
Así la zorra burló al lobo y lo dejó allí sin volver a verle jamás.

Lo recogió José Manuel González Peña, 13 años.
Lo contó su madre Encarnación Peña Pelegrina, 33 años.
Yegen.

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La zorra y el cuervo

Érase una vez que había una zorra y un cuervo que eran compadres y un día se juntaron. Cuando llegó el mediodía dice la zorra:
- “Compacuervo”, qué hambre tengo.
Y dice el cuervo:
- Yo también. Aviaremos unas gachas.
Le pregunta la zorra al cuervo:
- ¿Y dónde?
- Pues en un puchero.
Hicieron las gachas en el puchero y cuando estaban se pusieron a comerlas. A la zorra no le cogía el hocico en el puchero y el cuervo se aprovechó metiendo el pico y se las comió todas. Y dice la zorra:
- Pues yo no he comido. Me he quedado con hambre. Vamos a hacer otras, “compacuervo”.
- ¿En qué las hacemos ahora? – dice el cuervo.
- Pues en una teja.
Se puso la zorra y cuando estaban hechas llamó al cuervo.
- “Compacuervo”, ven que ya están las gachas.
Se pusieron a comer y la zorra en dos bocados se las comió todas. Cuando terminaron dice el cuervo:
- “Compazorra”, estoy pensando en ir a una boda que hay en el cielo. ¿Quieres venir conmigo?
- Calla, hombre, ¿cómo voy yo a ir? Tú sí porque tienes alas y puedes volar.
- No te preocupes – dijo el cuervo – yo te echaré a cuestas y te llevo.
- Si es así, vamos – contestó la zorra.
El cuervo se la echó a cuestas y salió volando, cada vez más alto.
- “Compazorra”, ¿ve usted el suelo? – preguntó el cuervo.
- Sí, y baja más y más y más.
Al poco le vuelve a preguntar.
- No, ya no lo veo – contestó la zorra.
El cuervo entonces dio media vuelta se sacudió las alas y lo dejó caer.
Cuando la zorra se veía por el aire, decía:
- Si de esta escapo y no muero, no quiero más bodas en el cielo.
Ya que estaba cerca del suelo y veía las tejas y los espinos, decía:
- ¡Quita teja que te parto! ¡Quita pincho que te ensarto! ¡Si de esta escapo y no muero, no quiero más bodas en el cielo!
Y acabó estrellándose contra las tejas del tejado.

Lo recogió Isabel Velasco Moreno, 14 años.
Lo contó su vecina Mercedes Callejón Jiménez, 54 años.
Yegen.

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El lobo y los siete cabritillos

Érase una vez una mamá cabra que tuvo siete hijos cabritillos y como cualquier madre los quería y los mimaba mucho.
Aún eran muy pequeños y no podían valerse por sí mismos, cuando un día la mamá tuvo que salir a buscar comida. Pero antes de salir les dijo: “¡no abráis la puerta a nadie porque hay un lobo malo que anda por estos parajes y podría venir y engañaros y comeros”. Ellos le contestaron que no se preocupara. La madre salió y echó la puerta con llave. “Adiós, hijos. Tened mucho cuidado”.
Al poco rato, el lobo, que estaba al acecho, fue y tocó a la puerta: Tan, tan, tan. “Quién es”, preguntaron lo cabritillos. “Soy vuestra madre. Abridme la puerta”, contestó el lobo. “No, no eres nuestra mamá. Nuestra mamá tiene la voz más fina”. Entonces el lobo se fue a la tienda y le dijo al tendero: “señor tendero: deme usted una docena de huevos”. Se los comió todos para tener la voz más fina y de nuevo volvió a casa de los cabritillos. Tan, tan, tan. “¿Quién es?”, preguntaron. “Soy vuestra madre”, contestó el lobo. Y los cabritillos: “No, tú no eres nuestra madre, que nuestra madre tiene la patita más blanca”. De nuevo su intento fue inútil. Se marchó a un molino y se espolvoreó de harina. Volvió a casa de los cabritillos. Tan, tan, tan. La verla la voz fina y las patitas blancas le abrieron la puerta. Entonces se los comió a todos menos al más pequeñito, que se escondió en la caja del reloj.
Al cabo de unos minutos llegó la mamá y al encontrarse la casa vacía empezó a llorar. Pero entonces salió el pequeñito de donde estaba y dijo: “mamá no te preocupes. Yo sé dónde está. Coge tijeras, hilo y aguja”. Fueron al río, donde estaba el lobo reposando su gran banquete. La mamá cogió las tijeras, le rajó la barriga y le sacó los cabritillos. En su lugar le metió piedras y se marcharon a casa. El lobo, cuando se despertó, al encontrarse tan pesado, fue a beber agua. Tanto peso tenía que cayó al río y se ahogó. Y la cabra y sus cabritillos bailaron de alegría.

Lo recogió Mª Trinidad Ortiz Pons, 8 años.
Lo contó su madre Mª Dolores Pons Padilla, 28 años.
Yátor.

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La posa'era

Un vendedor de naranja' que iba de acá p'allá y paró en una posá' pa' pasar la noche. Cuando la posa'era creía que el naranjero dormía se levantó a robarle naranja'. Pero él se había da'o cuenta y por la mañana le dijo que le diera laj naranja' que le había roba'o. La pos'era contestó que no sabía na' y el naranjero le respondió que su burro se lo había dicho porque su burro era especial. Ella le pidió que le vendiera el burro pa' así saber la gente que le quitaba. El naranjero le dijo que no se lo vendía, pero que le podía decir la manera de que ella podía tener uno. Y era que se tenía que tirar tre' día' sin mear.
Ella se lo contó a su marí'o y a él le pareció una buena idea. El primer día ya estaba que no podía máj; al segundo, peor todavía; y al tercero, ya iba a reventar. Y le dijo el marí'o de ir a dar un paseo por el campo, pa’ ver si se le pasaba el rato mejor. Ella estaba ya que no podía, y le dijo a su marí'o que mearía un poco, aunque el burro saliera sin orejas. A él le dio pena y le dijo que bueno, pero que muy poco. Entonces se puso la muje’ al la'o de una cepa. Al mijmo empezar la muje’, saltó una liebre y el mari'o, como un desesper'o dijo:
- ¡Ay, ay, ay, qué tonta, que ya estaba tan grandecico y to', que ya iba con orejilla'...!
No se las pensó y le dio una paliza pa' matarla.

Lo recogió Maribel Maldonado Escudero, 16 años.
Lo contó Gabriel Sedano Lupiañez, 65.
Murtas.

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Historia de un hombre con un burro

Era un hombre que vendía naranjas. LLevaba su burro con dos cuévanos llenos. Recorriendo el camino llegó la noche y se hospedó en una posada de Alcútar. Pidió cama y comida y un lugar en la cuadra para su burro. El posadero vio las naranjas y le dijo que le pondría al día al burro mientras la posadera, que se llamaba María, le servía la cena, lo alojaba, etc.
El posadero, que se llamaba Paco, alistó el burro y robó un pico de naranjas.
A la mañana siguiente el vendedor, que se llamaba Mariano, llegó a la cuadra y aparejó el burro. Cuando le echó los cuévanos vio que estaban casi vacíos. Desconfiando de la gente de Alcútar partió de inmediato para Órgiva, a por otra carga, para repetir el mismo recorrido y parar en la posada para pillar al ladrón.
Volvió de regresó de Orgiva a la posada y pidió cama y cobertizo para su burro. Pero le advirtió al posadero:
- Átalo bien, que no vuelva a comerse las naranjas.
El posadero quedó contento porque pensó que no sospechaba de él. Mariano se acostó, pero al instante saltó por una ventana a los cobertizos y se escondió. Al entrar la noche vio al posadero y a la mujer entrar y apoderarse de las naranjas.
A la mañana se levantó, se despidió del matrimonio y se fue a aparejar el burro. Entonces se lió a palos con el animal mientras le gritaba de todo. A las voces llegaron Paco y su mujer, preguntando por qué le pegaba al burro. A lo que el vendedor contestó:
- El muy animal ha vuelto a comerse las naranjas y me dice que él no ha sido, que han sido los posaderos.
Paco, creyendo en verdad que el burro hablaba, le dijo que qué pedía por el burro, que se lo compraba. El otro contestó que una bolsa de oro. Paco aceptó el trato, pero Mariano le advirtió que el burro no hablaría hasta pasados tres días, durante los cuales la posadera debería estar sin hacer sus necesidades.
Mariano se fue a su pueblo, a Pitres, y no volvió nunca más por Alcútar en el resto de su vida.
Y ahora debéis de saber que las grandes barranqueras que hay por estos lugares son porque María, sin poder contenerse, se iba al monte a hacer sus necesidades y tanto tenía almacenado que inundaba todo lo que había por delante y... por detrás. Su marido, al ver que su mujer no había cumplido la condición, se lamentaba:
- ¡He perdido una bolsa de oro; tengo una mujer irresponsable y un mulo mudo por su culpa !
Moraleja: no te fíes de los burros que cuentan sucesos, que te la dan con queso.


Lo recogió Bautista García Alvarez, 14 años.
Lo contó José Antonio García López, 77 años.
Pitres.

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Periquito y las peras

Periquito entró en el güerto de un vecino. Iba a robarle peras. Mientra' robaba la fruta (¡tan buena!) penzaba:
- Me llevaré do' cejto' de pera' y laj venderé. Con el dinero que me den compraré do' gallina' y laj gallina' me darán güevo'. Loj guevo' ze convertirán en pollito'. Venderé loj pollito' y compraré una marrana. La marrana me dará marranillo'. Venderé loj marranillo' y compraré una vaca. La vaca me dará dinero' y pronto tendré mucha' pesete'. Entonce' compraré una güerta y la plantaré de perale'. Pero no me dejaré robar la' pera'. Ejtaré de guardia to'a' laj noche', y zi arguien z'acerca gritaré: "¡cuida'o, vecinos, que hay aquí un ladrón!
Ar penzá' ejto úrtimo gritó mu' fuerte: "¡cuida'o, vecinos, que hay aquí un ladrón!” y loj cria’o' del amo de la finca lo dejcubrieron y le dieron una gran paliza.

Lo recogió Loly Jiménez Jiménez, 17
Lo contó su abuela Dolores Rodríguez Lozano, 82 años.
Lanjarón.

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lunes, 1 de diciembre de 2008

JUANILLO EL TONTO Y LAS MOSCAS

Mariquilla tenía mucha' cormena' y zacaba buen dinero de la mié'. Un día dijo a Juan:
- Juan, ¿podría' ir ar pueblo a vendé' ejte tarro de mié'?
Ya en el pueblo, Juan comenzó a gritá':
- ¡Vendo rica mié'!
Pero nadie le hacía cazo. Zolo laj mojca' z'acercaban a él. Creyendo que laj mojca' iban a pagarle dejó er tarro encima de una piedra y laj mojca' ze comían la mié', pero de pagá' ná'... Y Juan penzó: "zi vuervo a caza zin mié' y zin dinero me mata Mariquilla. Azí que fue al arcarde.
- Zeñó' - le dijo - laj mojca' no quieren pagarme la mié' que me comieron.
- Ezo tie’ fácil arreglo: da un garrotazo a cá' mojca y ya ejtá.

Lo recogió Loly Jiménez Jiménez, 17 años.
Lo contó su abuela Dolores Rodríguez Lozano, 82 años.
Lanjarón

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JUANILLO EL TONTO Y LOS POLLITOS

El pobre Juan era el má' tonto der pueblo. Mariquilla zu muje' era mu' lijta. Un día Mariquilla tuvo que ir al merca'o, y dijo a Juan al marchá':
- Juan, cui’a bien loj pollito'.
Pero no podía con ello'. De pronto ze le ocurrió una idea. Bujcó un ovillo de bramante y, uno a uno, fue amarrando con él a loj pollito', con cuida'o por una patita. Loj pollito' chillaban zin para’. Pero Juan, zatijfecho de zu idea, ze acojtó a dormi' a la zombra d'un arbo'.
El milano oyó el pío-pío de loj pollito'. Ze lanzó zobre ello' y , como ejtaban amarra'o uno' a otro', no tardó en volar con to' en dirección a zu ni'o. Juan ni z'enteró. Zeguía durmiendo tan tranquilo. Fue Mariquilla quien lo despertó. Juan tuvo que contarle lo ocurrí'o, y recibió la riña correspondiente.

Lo recogió Loly Jiménez Jiménez, 17 años.
Lo contó su abuela Dolores Rodríguez Lozano, 82 años.

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JUANILLO EL TONTO Y LA MALETA

Juanillo estaba ya casado y con hijos. Un día que estaba trabajando en el campo encontró un maletín lleno de dinero. Se puso muy contento y se fue para su casa y le dijo a su mujer que le llevaba muchos "redondos" que se había encontrado, para que jugaran los niños.
La mujer, que era muy lista, hizo muchos buñuelos, los echó por los árboles del jardín. Puso también un altar y en él colocó al burro. Por la noche se levantó, levantó a Juanillo y le dijo:
- Mira, Juanillo, ha caído una nube de buñuelos. Y mira: allí hay un burro diciendo misa.
Pasó el tiempo y un día pasó un hombre por el pueblo preguntando por un maletín de dinero. Juanillo se puso muy contento y le dijo que él se había encontrado un maletín lleno de "redondos", pero que se los había llevado a sus hijos para que jugaran. Juanillo se llevó al señor a casa y le dijo a su mujer:
- María, este señor viene buscando la maleta de "redondos" que les traje a los niños.
- ¿Qué maleta? - contestó su mujer.
- Sí, mujer. Aquella que traje la noche que cayó la nube de buñuelos.
- ¿Cuándo?
- Sí, mujer. Cuando el burro dijo misa. ¿No te acuerdas?
El señor que había ido buscando su maleta decidió despedirse pidiendo disculpas:
- Perdone usted las molestias, señora. Y que Dios la ayude con esta carga que le ha mandado.
Y así fue como Juanillo, el tonto, se quedó rico, gracias a su mujer, que era muy lista.


Lo recogió Benito Lupiañez Romera, 17 años.
Lo contó su madre Elena Romera Fernández, 43 años.
Albondón.

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Érase una vez tres hermanos que se les había muerto el padre y la madre, y se repartieron la herencia. Al más tonto de los tres, que le decían Juanillo, le dejaron la vaca.

Juanillo, un día, como no sabía lo que hacer con la vaca, decidió venderla, y se fue al mercado. Pero en el camino se paró debajo de un ciprés. Como hacía un poco de viento, el ciprés se movía. Juanillo entabló conversación con el ciprés. Le decía: "¿Cómo? ¿Que tú quieres la vaca? Pues a ti te la vendo. Pero si no tienes dinero, otro día me pagas." Y así le vendió la vaca al ciprés y se la dejó allí atada al tronco.
Al volver se lo contó a sus hermanos y estos le hartaron de tonto, pues un ciprés ni habla ni tiene dinero. Juanillo, al enterarse de esto, se llevó un hacha para cortarlo si no le pagaba. Al llegar donde estaba el ciprés ya no había viento; el ciprés no le hablaba; y la vaca había desaparecido. Juanillo le dio un hachazo y al instante empezaron a salir monedas del tronco. Juanillo decía: "¿Con que no tenías dinero, eh?". Cogió unas monedas y fue a contárselo a sus hermanos. Al escuchar que había más se fueron con el carro, lo llenaron de monedas y las taparon. A Juanillo le dijeron que no fuera a decir nada de aquello.
Pasaba por allí el sacristán y preguntó qué era lo que llevaban. Los hermanos le dijeron que papas. Pero Juanillo, como era tonto, dijo: "no, no, es dinero". Los hermanos cogieron al sacristán y lo mataron. Luego lo llevaron a ocultar a una cueva. Pero, como no se fiaban de Juanillo, metieron también un macho cabrío.
Cuando llegaron al pueblo Juanillo lo contó todo. Y ya se fueron todos a la cueva. Se quedaron a la puerta y entró Juanillo. Desde dentro iba diciendo: "tenía barba". Y la gente respondía: "sí, sí". Y él: "era moreno". Y la gente :"sí, sí". Y él: "Pues si tenía barba, era moreno y tenía cuernos, ahí lo tenéis". Y les echó encima al macho cabrío.
De esta manera ya nadie volvió a creer en Juanillo.


Lo recogió Benito Lupiañez Romera, 17 años.
Lo contó su madre Elena Romera Fernández, 43 años.
Albondón

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JUANILLO EL TONTO (II)

Érase una vez que en un pueblo muy pequeño vivía un muchacho muy tonto que se llamaba Juanillo. Cierto día dos muchachos que le tenían odio decidieron meterlo en un saco y tirarlo por un tajo. Ya que lo tenían metido en el saco, lo montaron en un burro. De camino para el tajo, se encontraron una higuera y decidieron pararse a comer higos. Dejaron el burro por allí y un pastor que estaba guardando cabras se acercó a mirar lo que había en el saco. Lo abrió y se encontró con Juanillo.
- ¿Qué haces aquí? - le preguntó sorprendido.
- Es que me llevan a casar con la hija del rey y yo no quiero. - le respondió Juanillo.
- Entonces quédate tú con las cabras y yo me caso con la hija del rey - propuso el pastor.
Juanillo se salió del saco para quedarse con las cabras y se metió el pastor. Cuando llegaron al tajo descargaron el saco y lo tiraron. De vuelta ven a lo lejos las cabras y dicen:
- ¿No es aquel Juanillo?
Llegaron hasta donde estaba con sus cabras y no salían de su asombro. Ya le preguntan:
- ¿Cómo es que estás aquí si te acabamos de tirar por el tajo?
- Pues veréis - dice Juanillo - De cada brinco, cinco; de cada zancada, una manada. Y ya veis: aquí me encuentro con estas ovejas. ¡Y todavía hay más!
Los otros, creyéndose lo que les había dicho Juanillo, se fueron otra vez al tajo. Uno le dijo al otro:
- Tú, cuando te tires, si hay ovejas, dices fuerte: “¡Hay!”
Con que se tiró y al caer se pegó en la cabeza y dice:
- ¡Ay!
El otro, sin dudarlo un momento, se tiró también.
Desde entonces a Juanillo no le volvieron a hacer nada malo y vivió feliz con sus ovejas, para siempre.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

Lo recogió Otilia Cara Romera, 19 años.
Lo contó su madre Trinidad Romera Santiago.
Tíjola.

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JUANILLO, EL TONTO (I)

Érase una vez tres hermanos sin padres. A uno de ellos lo tenían por Juanillo, el tonto, porque les daba mucho que hacer. Y ya los otros dos, una noche, dicen: "vamos a cogerlo y echarlo por lo alto de un tajo, y el capital es todo nuestro". Lo metieron en un capacho y lo echaron en un burro y le dijeron: "anda, que te vas a casar con la hija del rey". El no quería casarse con la hija del rey y echaron el burro por delante y él iba diciendo todo el camino: "yo no quiero casarme con la hija del rey, yo no quiero casarme con la hija del rey,...". Se encontraron los hermanos con un conocido y se pararon a charlar. Y el burro siguió camino. Había por allí un pastor de cabras y sintió decir: "yo no quiero casarme con la hija del rey,...". El pastor le dijo: "¿quieres quedarte tú con las cabras y yo me meto en el saco y me caso con la hija del rey?". Juanillo dijo que sí y el otro se metió en el capacho y Juanillo se quedó con las cabras, apartado donde los hermanos no lo vieran. Cuando los hermanos llegaron un poco más adelante cogieron el capacho y lo echaron por lo alto de un tajo. Ellos se venían muy contentos, porque se habían quedado con todo el capital, cuando se encuentran con la manada de cabras y Juanillo. Y le dicen: "pero, ¿tú qué haces aquí?". Y Juanillo contesta: "con esta manada de cabras". Y los hermanos: "¿es que por el tajo que te hemos tirado había cabras?". Y Juanillo: "todas las que uno quiera". Los hermanos se volvieron decididos a sacar una manada también. Cuando llegaron al tajo se dice uno a otro: "échate tú y si hay me lo dices para echarme yo, y si no hay, para qué me voy a echar yo". Cuando se tiró el primero, se dio un golpe en la cabeza con un pico y dice: "¡AY!". El otro, que lo siente, allá se echó. Lo que pasó es que se mataron los dos hermanos y el pastor. Y Juanillo, el tonto, se quedó con la manada de cabras y todo el capital.
Colorín colorado, este cuento se ha acabado.


Lo recogió Otilia Cara Romera, 19 años.
Lo contó su madre Trinidad Romera Santiago.
Tíjola.

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LOS HERMANOS, UNO LISTO Y OTRO TONTO.

Érase una vez dos hermanos que, como el título dice, uno era listo y otro tonto. El listo tenía una novia que era muy guapa y el otro tenía la desgracia de comer mucho.
- Chachillo, yo quiero ir a ver a tu novia - le decía el tonto a su hermano listo.
- No, tú no puedes venir conmigo, que comes mucho.
- Chachillo, chachillo, yo voy contigo - le repetía.
El otro, con tal de que no le diera más la lata, le dijo:
- Ven conmigo. Pero cuando yo te pise el pie tienes que dejar de comer.

Emprendieron el viaje para ver a la novia. Su novia y su madre estaban haciéndose unas gachas pero, al verlos venir, guardaron corriendo las gachas en el horno y se pusieron a aviar una comida con abundante carne. Los saludaron con mucha alegría por fuera, pero con muy poca por dentro, pues pensaban en las gachas que habían escondido en el horno.
Cuando estuvo la comida, se reunieron todos a la mesa a comer y al cabo de un rato de estar el tonto comiendo con mucha ansia dio la casualidad que un gato pasó por sus pies y el tonto, con mucha pena, dejó de comer, pues pensó que había sido su hermano el que le había pisado. Al ver que había dejado de comer de pronto todos le dijeron:
- ¡Chiquillo, come!
Claro, el hermano, como no le había pisado, le rogó también que comiera.
- ¡Come tú, que yo no quiero! - le decía el tonto enfadado y un poco extraño de que el hermano se pusiera tan "rogante".
Bueno, al poco rato todos dejaron de comer y se pasaron una tarde de risas. Menos el tonto que se la pasó de hambre. Llegó la hora de dormir. Todos se fueron a la cama y, claro, los dos hermanos también. Al rato de estar el tonto acostado empieza:
- Chachillo, tengo mucha hambre.
Y una y otra vez, hasta que consiguió que su hermano se despertara. Harto de oírle le contesta:
- Cuando nosotros veníamos hacia aquí vi que se estaban haciendo unas gachas pero, al vernos, las escondieron en el horno. Así que, ¡al horno! y come gachas hasta no poder más. Y cuando ya estés bien harto me traes a mi un pegote también.
El tonto fue donde le había dicho su hermano y se hinchó bien de gachas. Recordó que tenía que llevarle un pegote y lo cogió. Pero de vuelta al dormitorio se equivocó de camino y fue a donde dormía la abuela. Y como la abuela respiraba muy fuerte el tonto creía que su hermano soplaba las gachas y le decía:
- Come, chachillo, que no queman.
Ya se hartó de tanto decirle que comiera y le endiñó las gachas con tan mala suerte que se las metió por el culo. Entonces se despertó la abuela y el tonto se dio cuenta de su error y salió corriendo del cuarto. A fuerza de dar vueltas por toda la casa atinó con el cuarto de su hermano.
- ¡Chachillo, chachillo, que le he metido las gachas por el culo a la abuela! - le decía el tonto muy asustado.
- Anda, tonto, ve y lávate las manos en el cántaro que hay en el patio. Pero mete primero una mano y después la otra.
El tonto fue al patio. Pero metió las dos manos a la vez y corriendo fue otra vez al cuarto donde se hallaba su hermano:
- ¡Chachillo, chachillo, que no puedo sacar las manos!
- Anda y ve al patio, so tonto, y verás una piedra blanca. Le das con el cántaro y lo rompes.
Mientras el tonto estaba en estas con su hermano, la vieja, que se había despertado y se creía que se había ensuciado encima, (pues tenía todo el culo embadurnado de gachas), salió a lavarse al patio y llevaba encima su camisón blanco. El tonto no hizo más que ver lo blanco y le zumbó con el cántaro. El pobre tonto pilló otro susto y corrió donde se encontraba su hermano:
- ¡Chachillo, chachillo, que he matado a la vieja!
- Anda, bribón, que por eso no quería que vinieras conmigo. Vámonos de aquí.
Y salieron corriendo para no volver más por aquellos lugares.

Lo recogió Margarita Vela Blanco, 14 años.
Lo contó Francisca Medina, 71 años.
Yegen.

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JUANILLO OPAS

Érase una vez dos compadres, uno rico y otro pobre. El rico tenía una hija y el pobre un hijo. Y le dijo un compadre a otro:
- Compadre, cuando tengamos los hijos grandes, los casamos y así seremos compadres y consuegros.
Cuando los hijos ya eran mayores, Juanillo no se quería casar con la hija del compadre porque él era pobre y ella era rica. Entonces él se hacía el tonto.
La muchacha tenía ya novio y se iba a casar e invitaron a la petición de mano a los compadres. Le dijo la madre de Juanillo al marido:
- Mira: a Juanillo es una vergüenza llevarlo a la casa de los compadres, porque es tonto y no hará mas que tonterías.
El padre le dijo al mozo:
- Toma este dinero, cinco mil pesetas, y te llevas a Juanillo a la sierra y lo pierdes para que no venga a casa de mis compadres.

Se llevó a Juanillo a la sierra y cuando ya estaba lejos del pueblo, le dijo:
- Espérate aquí que voy a por agua. No te mueves.
Y Juanillo le dijo:
- Dame el dinero que te ha dado mi padre y cuando vayas al pueblo, no digas que soy listo porque te mato.
Cuando regresó el mozo al pueblo, les dijo que lo había dejado muy lejos y que no encontraría el camino.
Juanillo, con las cinco mil pesetas, se compró tres anillos: uno le costó mil pesetas; otro dos mil quinientas pesetas; y el tercero mil quinientas. Fue a la casa de la novia, tocó a la puerta y salió la moza y le dijo:
- ¿Qué quiere usted?
Y él le contestó:
- Vengo porque me he enterado que tu señorita va a casarse y a ver si me quiere comprar un anillo.
Ella dijo que su señorita ya tenía uno, pero él le contestó que no sería igual y se lo enseñó.
- ¡Oh, señorita, qué anillo! Es el más bonito de todo el pueblo. Mírelo usted, señorita, mírelo.

- Dile que cuánto quiere por él.
- Dile a tu señorita que si me enseña de rodilla para abajo, se lo doy.
- Señorita, dice que con verle de rodilla para abajo se lo da.
- No, que me voy a casar. ¡En cualquier día le enseño yo de rodillas para abajo!
- Señorita, usted qué va a perder. El se va y ya no viene más.
- Bueno. Dile que suba.
Sube Juanillo, le enseña de rodilla para abajo, le da el anillo y se va. Y al otro día vuelve y le trae el otro anillo. Toca a la puerta y sale la moza:
- ¿Qué quiere usted?
- Vendo anillos.
- Mi señorita tiene ya el anillo más bonito de todo el pueblo. ¿Cuánto vale?
- Dile a tu señorita que me enseña de los muslos para abajo y le doy el anillo.
- Señorita, ¡ay qué anillo!
- No, que ya tengo dos anillos. ¿Para qué quiero más?
- Mírelo usted, señorita, mírelo usted.
- Dile que cuánto quiere por él.
- Mire, señorita: dice que con verle de los muslos para abajo se lo da.
- ¡Uf, uf, uf! Cualquier día, que me voy a casar ya mismo.
- Señorita, usted qué va a perder. Se lo enseña, se va y ya no viene más.
- Bueno, dile que suba.
Sube Juanillo, le enseña de los mulos para abajo, le da el anillo y se va. Y vuelve al día siguiente, toca a la puerta y sale la moza.
- ¿Qué quiere usted?
- Yo vendo anillos.
- Tiene mi señorita el mejor anillo que pueda haber.
- Como éste no. Mire. Es el más bonito del mundo. Tome y enséñeselo a su señorita.
- ¡Ay, señorita, qué anillo!
- Ya no quiero más anillos, que ya tengo.
- Señorita, como éste no. Mírelo usted.
- Dile que cuánto quiere por él.
- Dile a tu señorita que con verla en camisón de noche de bodas se lo doy.
Sube la moza arriba y le dice:
- Señorita, dice que con verla a usted en camisón de noche de bodas se lo da.
- ¡Uf, uf, uf! En cualquier día, que me voy a casar.
- Señorita, usted qué va a perder. Se lo enseña, se va y no viene más.
- Bueno, dile que suba.
Se pone en camisón. El camisón tenía las iniciales escritas y Juanillo le pegó un tirón y se lo quitó. Volvió a su casa haciéndose el tonto y la madre le decía al padre:
- ¡Ay, que Juanillo ha venido y esta noche es la petición de los compadres! ¡Qué vergüenza!
- Qué le vamos a hacer. Lo llevaremos.
Le ponen guapo y le advierten:
- Juanillo, no vayas a pedir sopas en casa del compadre.
- No, mama, no pido.
Llegan a casa de los compadres y decía Juanillo, tirado por el suelo:
- Mama, opas, más opas.
Había allí un montón de amigos y familiares y le dicen:
- Juanillo, cuenta tú tu historia.
Se levanta y los padres al verlo se marearon.
- Mira, yo compré tres perros. Uno me costó mil pesetas, otro mil quinientas, otro dos mil quinientas. Fui a cazar y entonces vi un conejo y le eché el perro de mil pesetas. Sólo le pudo coger de la rodilla para abajo. Le eché el perro de mil quinientas y lo cogió de los muslos para abajo. Le eché el de dos mil quinientas y le arrancó hasta la pelleja. Y si no me creéis, aquí la tenéis.
- Entonces les enseñó el camisón y vieron las iniciales de la novia y se quedaron todos parados.
Y dijo el novio a la novia:
- Yo ya no me caso porque tú has estado durmiendo con otro.
Ella, al ver a Juanillo tan listo, se quedó prendada y se casaron. Todos, muy contentos, siguieron la boda. Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.

Lo recogió Fina Requena Mingorance, 14 años.
Lo contó Virtudes Mingorance, 48 años.
Yegen.

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JUANILLO EL DE LAS SOPAS

Era un muchacho que se llamaba Juan y le decían Juanillo.
Un día le mandó la madre que le llevara al padre, que se encontraba en el campo, una olla llena de sopas. Pero a Juanillo le dio hambre por el camino y le abrió un agujero a la olla en el culo y sorbió hasta comérselas todas. Cuando llegó donde su padre le avisó para que viniera a comer. El padre tenía mucha hambre y al ver que lo llamaban para comer se puso muy contento. Pero cuando abrió la olla y no encontró nada le preguntó a Juanillo:
- Juanillo, ¿dónde están las sopas?
- Se han caído por el agujero que tiene en el culo - le contestó.
- ¡ Que se han caído...!¡ Ven acá, desgraciao, que te voy a poner morao a palos!
El padre cogió un látigo que tenía para arrear a la yunta y se lió a darle latigazos hasta que Juanillo tuvo que huir y perderse por los montes.
Como tanto anduvo, llegó a una ciudad donde había una princesa que, al verlo, se enamoró de él y más tarde se casaron.
Juanillo le contó el problema que tuvo con los padres. La princesa, al oír esto, cogió un caballo y una gran cantidad de oro y se lo dio a Juanillo para que se lo llevara a sus padres.
Juanillo se encaminó hacia su pueblo, pero en mitad del camino una banda de ladrones lo asaltaron y se llevaron todo lo que llevaba encima dejándole así en cueros. Tuvo que esperar a que llegara la noche para poder entrar en el pueblo. Una vez que anocheció entró, metiéndose en los corrales de la casa del padre. Cuando llegó la hora, el padre bajó a echarle a la burra. Y mientras le echaba le decía:
- Toma, burra, que desde que no está aquí Juanillo estás más gorda.
En aquel instante salió Juanillo y dijo:
- Padre, estoy aquí. - y salió en cueros vivos.
El padre, al verle en cueros vivos, le dijo:
- Sube y que te dé tu madre una chaqueta y unos pantalones.
La princesa, al ver que había pasado mucho tiempo y Juanillo no regresaba, decidió ir ella con dos caballos y más oro. Se encaminó hacia el pueblo de Juanillo y también le salieron los ladrones. Pero desenvainó la espada y fue matándolos a todos hasta que llegó al último. Le pidió lo que le habían quitado a Juanillo. El ladrón, después de dárselo, salió huyendo como si fuera del diablo. La princesa encontró a Juanillo y a los padres muy pobres y decidió llevárselos a todos al palacio.

Lo recogió José Mª Callejón Sánchez, 14 años.
Lo contó José Callejón Jiménez, 53 años.
Yegen.

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sábado, 29 de noviembre de 2008

LA MANZANA PODRIDA

Érase una vez dos hermanas que todas las mañanas salían al balcón para ver quién pasaba.

Una mañana pasó un príncipe y, al verlas (tan guapas), decidió pasar todos los días. Uno de esos días, una de las hermanas tiró una manzana podrida; el príncipe se agachó a cogerla y, al ver que estaba podrida, la tiró, se subió al caballo y se marchó avergonzado.

A la mañana siguiente una de las hermanas le dijo:

-Mira qué de caballero;

mira qué de cortesía,

que se baja del caballo

para coger una manzana podrida.

El príncipe se fue de nuevo avergonzado.

Una tarde de invierno el príncipe quiso vengarse de ellas, se disfrazó de pobre y fue a la casa de las dos hermanas. Pidió alojamiento y comida por una noche y da la casualidad de que estaba lloviendo. Ellas, al ver que hacía tanto frío, le dejaron pasar. Llegó la hora de acostarse y él dijo que le daba igual dormir en cualquier sitio. Las hermanas decidieron que durmiera en la escalera y a media noche se presentó en el cuarto de las hermanas diciendo:

- Tengo mucho frío. ¿Me podéis hacer un sitio?

Una dijo sí y la otra también. Se puso en un lado y la una estuvo toda la noche diciéndole a la hermana:

- ¡Chínchale al pobre, María!

Amaneció. Les dio las gracias y se marchó. Se quitó la ropa de pobre, se puso las de príncipe. Esa misma mañana pasó por debajo del balcón y le volvió a decir una de ellas:

-Mira qué de caballero;

mira qué de cortesía,

que se baja del caballo

para coger una manzana podrida.

Y entonces el príncipe responde:

-Mira qué de señorita;

mira qué de cortesía,

que estuvo toda la noche diciendo:

"chínchale al pobre, María".

Lo recogió Fina Requena Mingorance, 14 años.
Lo contó Merecedes Pelegrina Medina, 64 años.
Yegen.

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LA NIÑA QUE RIEGA LA ALBAHACA

Esto era tres hermanas huérfanas de madre. Un día el padre se iba de viaje y les dijo:

- ¿Qué queréis que os traiga?

- Lo que usted quiera, padre.

Mientras el padre estaba fuera, la más pequeña sembró en una maceta una mata de albahaca. El hijo del rey, que estaba enamorado de ella, todos los días pasaba por delante de su casa, la veía regando y le decía:

- Niña que riegas la albahaca: ¿cuántas hojitas tiene la mata?

Ella le contestaba:

- Y tú, príncipe embustero, ¿cuántas estrellitas tiene el cielo?

Un día el príncipe se vistió de pescadero y salió pregonando. Cuando la muchacha lo oyó, salió y el príncipe se tiró a darle besos y abrazos. Al día siguiente el príncipe le dijo:

- Niña que riegas la albahaca: ¿cuántas hojitas tiene la mata?

- Y tú, príncipe embustero, ¿cuántas estrellitas tiene el cielo?

- Tantas como besos y abrazos le diste al "pescaero" – le contestó.

La muchacha pensó que aquello no podía continuar así. Al día siguiente se vistió de la muerte y se fue al castillo. Tocó y salió el rey:

- ¿qué quieres?

- Soy la muerte y vengo a llevarme a tu hijo.

- Pero si mi hijo no está enfermo y no ha hecho nada malo.

- Bueno, si no quiere que me lo lleve tiene que bajar a las cuadras y pegarle cuatro mordiscos al "jaco podrío". - (Así le llamaban al caballo del rey por estar muy seco.)

El príncipe bajó y le pegó los mordiscos.

Al día siguiente el hijo del rey le dijo a la muchacha:

- Niña que riega la albahaca: ¿cuántas hojitas tiene la mata?

- Y tú, príncipe embustero, ¿cuántas estrellitas tiene el cielo?

- Tantas como besos y abrazos le diste al "pescaero"?

- Pues la albahaca tantas como mordiscos le diste al "jaco podrío".

El príncipe decidió cortarle el agua para que tuviera que ir a por ella al jardín del palacio. Cuando fue a regar y vio que no tenía agua llamó a sus hermanas y les dijo:

- Bajadme con una cuerda al jardín del palacio para coger agua.

Cuando la bajaron, ella lo encontró dormido y se fue para él y le puso en la frente AMOR. Cogió agua y se fue. Al día siguiente, la volvieron a bajar y, cuando le estaba poniendo AMOR, el príncipe se despertó. La cogió de la mano y empezó a enseñarle el palacio. Pero cuando llegaron al palomar la muchacha lo dejó allí encerrado.

Al día siguiente todo el mundo estaba buscando al príncipe y un criado dijo:

- Todo está abierto, menos el palomar.

Entonces tiraron la puerta y lo sacaron. Le contó a su padre que quería a una muchacha y que ella lo quería a él. Pero no le pudo decir más porque cayó muy enfermo. El padre mandó a un criado a dar el pregón de que todas las mozas del pueblo tenían que ir a contarle un cuento al príncipe, para ver por cuál de ellas se interesaba. Pero por ninguna se interesó.

Hasta que un día llegaron las hermanas y le tocó el turno a la pequeña. Y le preguntaron:

- ¿Qué cuento le vas a contar?

- Yo no vengo a contar, ni a descontar; yo vengo a entregar las llaves del palomar.

Cuando el príncipe se mejoró se casaron y vivieron felices.

Lo recogió Mª Ángeles Pelegrina Muñoz, 14 años.
Lo contó su madre Eduarda Romera Fernández, 50 años.
Yegen.

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LA NIÑA DE LA ALBAHACA

Érase una familia muy pobre que tenía dos hijos y una hija. Murieron los padres y llevaban la casa como podían. Un día estaba la niña regando la albahaca que tenía en la puerta y acertó a pasar por allí el hijo del rey. Se admiró de lo bonita que era la niña y le dijo:

- Señorita que riegas la albahaca, ¿me dices cuántas hojas tiene la mata?

Ella se quedó callada y no le dijo nada porque le dio mucha vergüenza. Al día siguiente pasó otra vez el hijo del rey y le dijo lo mismo. Ella volvió a quedarse callada, sin saber qué contestarle. Pero decidió que al día siguiente le contestaría algo. Y se lo estuvo pensando. Al día siguiente volvió a pasar el hijo del rey y vuelta a las mismas:

- Señorita que riegas la albahaca, ¿me dices cuántas hojas tiene la mata?

- Príncipe pirulín, pirulero, ¿me dice cuántas estrellas tiene el cielo?

El hijo del rey no se podía quedar así, sin saber qué contestar a aquella mocita. Decidió aumentar la burla. Al día siguiente se disfrazó de pescadero muy pobre, con los harapos viejos y una caja de pescado, y se presentó de noche en la casa de los huérfanos. Pidió, por Dios, que le dejaran pasar la noche , que venía de muy lejos y se le había echado la noche encima. Con que le dejaron entrar. Se pusieron a cenar y los huérfanos, como eran tan pobres, no tenían otra cosa que pan. Y el hijo del rey, pues pescado. Los huérfanos le pidieron un poco. Pero él dijo que por cada arenque que les diera tenía que dar un beso a la niña. Todos quedaron de acuerdo y así pudieron comer pan con arenques.

A los pocos días de este suceso pasó otra vez el hijo del rey por la puerta de la niña y estaba ella regando la albahaca.

- Señorita que riegas la albahaca, ¿me dices cuántas hojas tiene la mata?

Y ella contestó lo suyo:

- Príncipe pirulín, pirulero, ¿me dice cuántas estrellas tiene el cielo?

Y él añadió:

- Tantas como besos le diste al pescadero.

¡Qué vergüenza pasó la pobre niña! Decidió vengarse del hijo del rey al otro día. Los hermanos le decían que no cometiera locuras, que era el hijo del rey y la podía matar si quisiera. Pero ella no hizo caso y se ingenió una broma de venganza: se disfrazó de diablo, con cuernos y todo, echando fuego por la boca, y una pequeña lanza con tres puntas muy largas. Y también se agenció una jaca. Con todo ello se dirigió a palacio. Llamó a la puerta. Salió un criado y dijo que llamaran inmediatamente al hijo del rey, que si no subiría ella misma a por él. Así que el hijo del rey tuvo que bajar para que no subiera el demonio aquel... Cuando la niña lo tuvo delante, sacó una voz muy ronca y le dijo que tenía que acompañarla al infierno. Y él, medio llorando, le rogó que no se lo llevara, que le pidiera cualquier cosa, que se la daría. Entonces ella le dijo que tenía que estar dando besos en el culo de la jaca hasta que le dijera basta. Y el hijo del rey aceptó para que no se lo llevara. Cuando ella dijo "basta", él paró y el demonio se fue.

El hijo del rey estuvo un tiempo muy malo, con fiebre, a causa de la infección de los besos. Pero cuando se recuperó lo primero que hizo fue irse a pasear delante de la niña de la albahaca.

- Señorita que riegas la albahaca, ¿me dices cuántas hojas tiene la mata?

- Príncipe pirulín, pirulero, - contestó la niña - tantas como besos le diste al culo de la jaca.

No se puede decir el enfado del hijo del rey. Inmediatamente ordenó que detuvieran a la niña y que la colgaran. Pero cuando ya iban a ejecutarla, la niña le dijo que le diera una oportunidad, como era la costumbre; que antes de matar a alguien se le ponían unas pruebas y si las hacía bien se le perdonaba. El príncipe aceptó y le dijo:

- Tienes que venir mañana ni vestida, ni desnuda; ni andando, ni montada; ni por el camino, ni por fuera del camino.

Al día siguiente la niña se presentó con un vestido de hojas de higuera, con lo cual no se podía decir si iba vestida o desnuda; montada en una borrega y con las piernas arrastrando, con lo cual tampoco se podía decir ni que fuera montada, ni que fuera a pie; y además iba con una pierna por el camino y con la otra por fuera, con lo cual tampoco se podía decir que fuera por camino o por fuera de camino.

El hijo del rey no tuvo más remedio que perdonarla. Pero, al ver que era tan lista, además de guapa, se enamoró de ella y le pidió la mano a sus hermanos, que aceptaron al instante. Se celebraron las bodas y fueron muy felices el resto de sus días.

Lo recogió Benito Lupiañez Romera, 17 años.
Lo contó su madre Elena Romera Fernández, 43 años.
Albondón.

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JUAN EL DE LA GLORIA

Era una vez un matrimonio que vivía en un cortijo. Él se llamaba Juan; ella María. Eran bastante pobres y tenían sólo unas cuantas gallinas. Cuando ponían un huevo, María iba a venderlo al pueblo para que Juan jugara a las cartas. Pero siempre le decía a su marido:

- ¿Por qué no compramos arroz con el dinero del huevo?.

- Porque el dinero lo necesito para jugar, mujer - contestaba Juan.

Pero siempre perdía y así nunca salían de la pobreza.

Un buen día iba Jesús con sus doce apóstoles y le dice San Pedro:

- Señor: ¿dónde vamos a pasar la noche?, que ya va oscureciendo.

- En el cortijo de Juan, que nos dejará entrar - contestó Jesús.

Llegaron a la puerta del cortijo y tocó el Señor la puerta. Abrió Juan y el Señor le dice:

- ¿Podemos pasar esta noche aquí?

- Eso ni se pregunta, buen hombre- contesta Juan - Entren todos.

Una vez dentro, vio Juan que Jesús (¡pero él qué iba a saber quien era!) estaba descalzo y le dio sus alpargatas. Había sólo una silla en la habitación y se sentó San Pedro. Al verlo, Juan le hizo levantar para que se sentara el Señor, que parecía mayor. Llegó la hora de cenar y cenaban siempre un mendrugo de pan y una olla que no tenía casi nada para ellos dos. María tenía apuro de sacar tan poco y le dijo a Juan:

- Cómo voy a poner la mesa, si no hay comida ni para nosotros.

- Tú ponla. Si no tocamos a una cuchará, tocaremos a media.

Puso la mesa y Juan animaba a que comieran primero ellos. Empezó Jesús a partir los trozos de pan y aquello no tenía fin... Y la olla no se acababa... María adivinó quién era y se lo dijo a Juan. Pero éste no la creyó.

Llegó la hora de acostarse y Juan le ofreció su cama al buen hombre. Pero Jesús no aceptó, y se acostó en la cuadra, con los doce apóstoles. María, como era tan curiosa, se levantó a media noche a ver cómo dormían los invitados. Y vio al buen hombre acostado en los maderos, en forma de cruz. Fue corriendo a decírselo a Juan. Pero éste no la creyó.

- No digas bobadas, María. ¿Cómo se va a acostar en la cruz, con lo dura que está?

A la mañana siguiente se despiden de Juan y María y le dice el Señor:

- Juan: pídeme tres deseos, que los tienes concedidos.

- ¿Qué me va a dar usted a mí, buen hombre, si va descalzo y comido de miseria?

Pero tanto insistió Jesús que Juan pidió:

- Mire: tengo un cerezo en la puerta y en la noche de San Juan me lo hacen polvo los mozos. Quiero que, cuando se suban, no puedan bajarse sin mi permiso. - Quedó pensando qué más podía pedir y al rato continuó - Otro deseo que tengo es que cuando juegue, lo gane todo. Y el último, que cuando me muera me echen la baraja a la caja.

Con que se fueron y llegó el día de San Juan. Los mozos se fueron al cerezo de Juan, a coger los ramos de cerezas. Subieron, cargaron los brazos y, cuando quisieron bajar, no pudieron. A la mañana allí los encontró Juan.

- María, - gritó - dame la escopeta que hay mozos en el cerezo.

- No tire usted, señor Juan, que le prometemos que aunque se hagan de oro las cerezas, no volveremos más.

- Bajad del cerezo.

Bajaron y no volvieron nunca más.

A los pocos días una gallina puso un huevo. Con el dinero de la venta, fue Juan a jugar al pueblo. Ganó todo lo que quiso y no se lo podía creer. ¡Menuda alegría recibió María! Pudieron comprar todo lo que quisieron. Ya nunca más pasaron hambre.

Pero como a todos nos llega la hora, también le llegó a Juan. Se murió y le echaron la baraja. Con ella llegó hasta las puertas del infierno y le dijeron que él no era para allí. Ya se iba, cuando oyó dentro las voces de los doce que iban con el Señor que le concedió los tres deseos. Y le dijo al jefe de los demonios:

- Te echo una mano. Si gano me llevo a esos doce y si no, me quedo aquí para siempre.

Aceptó el diablo, pero como Juan era ganador siempre, porque había sido su tercer deseo, le ganó al diablo y se llevó con él a los doce apóstoles, a la Gloria.


Lo recogió Eduardo Moreno Valiente, 14 años.
Lo contó Andrés García Jiménez, 68 años.
Yegen.

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EL HERRERO (II)

Esto era un herrero que era muy pobre, pero muy creyente en Dios y muy bueno. Tenía un perro que se llamaba "Metralla" y cuando el perro se ponía al lado del yunque se le abría la boca y el herrero le decía:

- Metralla, tienes hambre. Pues yo también la tengo.

Pero un día se presentaron en el taller dos hombres con un borrico a que le pusieran una herradura. El herrero no tenía ya ni herraduras. Así que echó mano de un trozo de plata que tenía guardado como herencia de su abuelo. Aquellos dos hombres eran Jesús y San Pedro. Cuando lo ven trabajar el metal le dice el Señor:

- Maestro: eso parece un trozo de plata.

- No es que parece, - contesta el buen herrero - es que lo es.

- No vamos a tener dinero para pagarle una herradura así.

- Yo sé que ustedes son tan pobres como yo - les contestó - No me alargaré en pedir dineros.

El herrero comenzó a ponerle la herradura al animal. Pero del hambre que tenía, casi no le quedaban fuerzas para amartillar los clavos. Y se le jorobaban y tardaba un siglo en sacarlos y volver a clavarlos. Le dice al Señor(sin saber el herrero que era Dios, claro):

- Venga, amigo. Levántele la mano al burro.

Del primer golpe, clavó un calvo. Y del segundo, otro. El herrero, extrañado de su habilidad, dice:

- ¡ Pues no parece que ha puesto Dios las manos en el burro para que me salga así de bien !

San Pedro, sonriente:

- ¿Quién sabe, buen hombre­?

En diez minutos estaba listo el trabajo. Le pide el Señor lo que se debe y el herrero, tan contento de haber acabado pronto y bien, les dice que no les cobra.

- Eso no puede ser - protesta San Pedro.

- Pobres ustedes, pobre yo; no quiero nada de pobres, y nada pierdo.

No hubo manera de que dijera un precio.

- Bueno, maestro - acabó la discusión el Señor - Ya que no quiere cobrar nada, le voy a conceder un don: pida cualquier deseo, que se le cumplirá.

El herrero, por llevarle la corriente, sin hacerse ilusiones ni figurarse con quien estaba hablando, dice:

- Pues mire usted: yo tengo aquí en la fragua tan sólo una silla y quiero que toda persona que en mi silla se siente, que no se levante hasta que yo no le dé el permiso.

- Vaya tonterías que pide usted - exclamó San Pedro.

- Concedido - dice el Señor -. Pida otro deseo, que también se le cumplirá. Pero pida mejor que la otra vez.

Estuvo el herrero pensando un rato, y al fin responde:

- Tengo un peral en la puerta de la fragua y ningún año disfruto de las peras, porque se las comen. Quisiera que toda persona que se subiera al peral no se pudiera bajar hasta que yo no se lo autorizase.

- Menuda tontería... – volvió a decir San Pedro.

- Pide otro más, el último. Pero pide mejor.

Pensó y repensó el buen herrero.

- Mire: tengo una petaca muy grande y quiero que todo el que yo meta dentro de la petaca no pueda salir ni entrar mientras yo no le de permiso.

- ¡Otra tontería!...

- Concedido lo tiene, ¡ea! - dijo el Señor - Y ya nos vamos. Quede usted con Dios, y buena suerte.

A los tres días de este suceso, Metralla se le sentó al pie del yunque, abrió la boca y se murió.

- Adiós, Metralla, - le dijo el herrero - que detrás de ti iré yo. Estoy por entregarle el alma al diablo...

No había acabado de decir esto, cuando se le presenta un señorito a la puerta.

- Aquí me tienes, maestro.

- ¿Y quién es usted?

- Yo soy el diablo. Me has ofrecido tu alma y vengo a por ella.

El herrero no salía de su asombro.

- Espere un momento, que me despida de mi señora – acertó a decir al cabo de un rato.

Se metió para dentro y el diablo espera que te espera. Tanto esperar, se cansó y fue a sentarse en la única silla que había. Al rato sale el herrero y le dice que está listo. Pero el diablo, claro, no pudo levantarse. Entonces le vino al herrero el recuerdo de los dos personajes y los tres deseos que había pedido.

- Con que, ¿no te puedes levantar? Pues ahí vas a criar raíces.

- Si me levantas de la silla - le dice el diablo - te concedo veinte días de bienestar, a base de comida, puros, y siempre con dinero en el bolsillo.

Dicho y hecho. Le dio su permiso para levantarse y vivió veinte días como un marqués. Pero se le pasaron sin enterarse.

Una mañana estaba sentado a la puerta del taller y vio asomar un tropel de gente que venía hacia él. Cuando llegaron, sale uno del montón.

- Herrero - le dice - ¿No me conoces?

- Sí que te conozco. Tú eres el diablo.

- Pues venimos a por ti.

Era el tiempo en que el peral estaba de peras hasta arriba. Y dice el herrero:

- Bueno. Esperadme un minuto que voy a despedirme de mi señora. Mientras voy y vengo, probad las peras.

Ni uno quedó en tierra. Y cuando salió el herrero, por más que quisieron bajar, ninguno pudo.

- Bájanos de aquí y te prometo otros veinte días de vida a lo marqués - dijo el jefe de los diablos.

Dicho y hecho. Pero los veinte días se pasaron sin darse cuenta y volvieron a por él:

- Maestro: vámonos.

- Un minuto, que voy a despedirme de mi mujer.

- Ni hablar de eso.

Total que se fueron al instante. A los veinte minutos de camino, el herrero le dice al diablo:

- Me han dicho que el diablo se puede convertir en todo lo que quiera. ¿Es eso cierto o son habladurías de la gente?

- Es cierto - contesta el diablo - medio ofendido de que aquel mortal dudara de sus poderes.

- Pues si es verdad, ¿a que no te conviertes en hormiga?

Ni corto ni perezoso el diablo se transformó en la más pequeña de las hormigas. El herrero lo metió en la petaca y se volvió para su casa. Cuando llegó la noche se acostó y su mujer, para no perder la costumbre, se levantó a fisgar en la petaca del marido. Metió la mano y el diablo se la agarró de manera que no podía sacarla. Así estuvo, luchando toda la noche. Ya al clarear el día, viendo que no podía deshacerse de aquella trampa, llamó al marido.

- ¡Ventura! ¡Ventura! - que así se llamaba el herrero.

- ¿Qué quieres, mujer? - contesta el herrero, medio dormido.

- ¿Qué demonios tienes en la petaca, que no puedo sacar la mano?

- ¡Todos los del infierno! - contestó - Y ya pillé al ladrón que me registraba.

La mujer confesó y prometió no volver a fisgarlo. Entonces el herrero salió a la calle con la petaca, la abrió y preguntó al diablo:

- Prometes no volver nunca más por aquí.

- Nunca. Jamás. Te lo prometo. - gritó el diablo.

- Pues, con mi permiso, fuera.

El diablo se fue más que deprisa. Y el señor Ventura y su mujer vivieron como marqueses. Así pasó en verdad. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

Lo recogió Jacoba García Morales, 18 años.
Lo contó José Santiago Heredia, 70 (aprox).
Sorvilán.

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EL HERRERO (I)


Había una vez en un pueblo un herrero muy pobre. Cierto día se le presentó el diablo diciéndole que se lo llevaría con él. Y le dio un plazo de doce días para que solucionara sus cosas pendientes en este mundo.

Quedó el pobre herrero muy apenado. Y estando en estas se le apareció un hada que venía acompañada de San Pedro. Le dijo que pidiera tres deseos. El herrero lo pensó y pidió:

- Quiero que todo el que se suba a mi parra no se pueda bajar hasta que yo lo diga.

San Pedro le aconsejó que pidiera el cielo. Pero el herrero ni lo escuchó y siguió:

- Quiero que todo el que se siente en mi sillón no se pueda levantar hasta que yo lo diga.

San Pedro volvió a insistir que no dejase de pedir el cielo. El herrero pidió su tercer y último deseo:

- Quiero que todo el que entre en mi casa y se mire en el espejo no se pueda mover hasta que yo lo diga.

Desaparecieron el hada y San Pedro y el herrero volvió a quedar a solas con su problema. Preparó sus cosas, se despidió de toda su familia y a los doce días cabales se le presentó el diablo en el taller. Con que ya salían, camino del infierno, cuando al herrero se le ocurre ofrecer al diablo que subiera a la parra y probara de sus uvas tintas. El diablo no lo pensó mucho y allá se fue. Se hartó de comer y cuando quiso bajar comprobó no podía. Le pidió por favor al herrero que lo bajara y éste le dijo que con la condición de que le dejase un año de plazo para volver a por él. Aceptó el diablo y bajó enfadadísimo de que aquel herrero lo hubiese engañado.

El año se pasó en un volar y cuando quiso darse cuenta ya tenía otra vez al diablo en el taller. Se iban ya cuando se acordó el herrero del sillón y se lo ofreció al diablo. No lo pensó dos veces y se dejó caer... y allí se quedó pegado. El herrero le pidió dos años más. El diablo aceptó y se fue con más cabreo que nunca.

A los dos años ya estaba otra vez el diablo reclamando al herrero. Cuando se iban le dijo el herrero que se peinase un poco, que tenía unos pelos muy revueltos. El diablo se quedó pensando si habría algún hechizo en el peine que le entregaba el herrero. Pero al ver que el herrero se peinaba con él, lo cogió, se miró al espejo... y se quedó como de piedra, sin poder mover ni un pelo del rabo. El herrero le pidió de plazo toda la vida. Y el diablo no tuvo más remedio que concedérselo.

Pasó el tiempo y le llegó su hora al buen herrero. Murió y se fue camino del infierno. A la puerta se encontró con el diablo conocido suyo que no le quiso dejar entrar porque decía que allí no había sitio para más diablos y que él era peor que todos ellos juntos. Así que se fue el herrero camino del cielo. Pero allí estaba San Pedro, que le recordó que no había querido pedir el cielo cuando el hada le concedió los tres deseos. En vista de lo cual el herrero se quitó el sombrero y lo tiró puertas adentro. Luego pidió permiso a Nuestro Señor para entrar a recogerlo. Se lo dieron y, cuando estuvo dentro, dijo que se quedaba. Y allí sigue, que no pudieron echarlo.

Lo recogió Benito Lupiáñez Romera, 17 años.
Lo contó su madre Elena Romera Fernández, 43 años.
Albodón.

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EL SASTRECILLO VALIENTE

H


abía una vez un sastre que cosía en su taller y unas moscas muy pesadas le molestaban sin parar. Cansado de ellas dio un manotazo y mató siete. Se puso tan contento que se hizo un cinturón que ponía: "maté siete de un golpe". Y cuando la gente lo veía, como no sabían de qué iba, comentaban: "¡Qué valiente es el sastrecillo!".

Pasado algún tiempo llegó a la ciudad un gigante muy fuerte y muy malo que amenazaba a la gente con destruirles sus casas si no le llevaban toda la comida y el ganado que tuvieran. Y cuando se lo llevaban nunca se quedaba satisfecho. Así que la gente estaba asustada y nadie se atrevía a hacerle frente. Entonces acudieron al sastrecillo, pensando que si había matado siete de un golpe, podría librarles del gigante.

El sastrecillo no se atrevió a decirles la verdad y pensó que ya se le ocurriría algo, pues, si no era tan fuerte como el gigante, al menos sí era más inteligente. Se llenó los bolsillos de piedras y se subió a un árbol que había en el camino por donde pasaba todos los días el gigante. Al rato de esperar, vio que llegaba y le tiró una piedra a la cabeza. El gigante se volvió, sorprendido, y al no ver a nadie se quedó intrigado. El sastrecillo le tiró otra más. El gigante preguntó con gran voz: "¿Quién hay ahí?". El sastrecillo sacó la voz más ronca todavía y le contestó: "Soy un gigante más fuerte y más grande que tú, y además tengo poderes mágicos y soy invisible. Vete y no vuelvas si no quieres que te aplaste de un pisotón". El gigante salió corriendo y nunca más volvió.

Toda la gente estaba muy contenta y el rey premió al sastrecillo con la mano de la princesa.

Lo recogió Beatriz Ruiz Mediano, (¡).
Turón.

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