Era una vez un matrimonio que vivía en un cortijo. Él se llamaba Juan; ella María. Eran bastante pobres y tenían sólo unas cuantas gallinas. Cuando ponían un huevo, María iba a venderlo al pueblo para que Juan jugara a las cartas. Pero siempre le decía a su marido:
- ¿Por qué no compramos arroz con el dinero del huevo?.
- Porque el dinero lo necesito para jugar, mujer - contestaba Juan.
Pero siempre perdía y así nunca salían de la pobreza.
Un buen día iba Jesús con sus doce apóstoles y le dice San Pedro:
- Señor: ¿dónde vamos a pasar la noche?, que ya va oscureciendo.
- En el cortijo de Juan, que nos dejará entrar - contestó Jesús.
Llegaron a la puerta del cortijo y tocó el Señor la puerta. Abrió Juan y el Señor le dice:
- ¿Podemos pasar esta noche aquí?
- Eso ni se pregunta, buen hombre- contesta Juan - Entren todos.
Una vez dentro, vio Juan que Jesús (¡pero él qué iba a saber quien era!) estaba descalzo y le dio sus alpargatas. Había sólo una silla en la habitación y se sentó San Pedro. Al verlo, Juan le hizo levantar para que se sentara el Señor, que parecía mayor. Llegó la hora de cenar y cenaban siempre un mendrugo de pan y una olla que no tenía casi nada para ellos dos. María tenía apuro de sacar tan poco y le dijo a Juan:
- Cómo voy a poner la mesa, si no hay comida ni para nosotros.
- Tú ponla. Si no tocamos a una cuchará, tocaremos a media.
Puso la mesa y Juan animaba a que comieran primero ellos. Empezó Jesús a partir los trozos de pan y aquello no tenía fin... Y la olla no se acababa... María adivinó quién era y se lo dijo a Juan. Pero éste no la creyó.
Llegó la hora de acostarse y Juan le ofreció su cama al buen hombre. Pero Jesús no aceptó, y se acostó en la cuadra, con los doce apóstoles. María, como era tan curiosa, se levantó a media noche a ver cómo dormían los invitados. Y vio al buen hombre acostado en los maderos, en forma de cruz. Fue corriendo a decírselo a Juan. Pero éste no la creyó.
- No digas bobadas, María. ¿Cómo se va a acostar en la cruz, con lo dura que está?
A la mañana siguiente se despiden de Juan y María y le dice el Señor:
- Juan: pídeme tres deseos, que los tienes concedidos.
- ¿Qué me va a dar usted a mí, buen hombre, si va descalzo y comido de miseria?
Pero tanto insistió Jesús que Juan pidió:
- Mire: tengo un cerezo en la puerta y en la noche de San Juan me lo hacen polvo los mozos. Quiero que, cuando se suban, no puedan bajarse sin mi permiso. - Quedó pensando qué más podía pedir y al rato continuó - Otro deseo que tengo es que cuando juegue, lo gane todo. Y el último, que cuando me muera me echen la baraja a la caja.
Con que se fueron y llegó el día de San Juan. Los mozos se fueron al cerezo de Juan, a coger los ramos de cerezas. Subieron, cargaron los brazos y, cuando quisieron bajar, no pudieron. A la mañana allí los encontró Juan.
- María, - gritó - dame la escopeta que hay mozos en el cerezo.
- No tire usted, señor Juan, que le prometemos que aunque se hagan de oro las cerezas, no volveremos más.
- Bajad del cerezo.
Bajaron y no volvieron nunca más.
A los pocos días una gallina puso un huevo. Con el dinero de la venta, fue Juan a jugar al pueblo. Ganó todo lo que quiso y no se lo podía creer. ¡Menuda alegría recibió María! Pudieron comprar todo lo que quisieron. Ya nunca más pasaron hambre.
Pero como a todos nos llega la hora, también le llegó a Juan. Se murió y le echaron la baraja. Con ella llegó hasta las puertas del infierno y le dijeron que él no era para allí. Ya se iba, cuando oyó dentro las voces de los doce que iban con el Señor que le concedió los tres deseos. Y le dijo al jefe de los demonios:
- Te echo una mano. Si gano me llevo a esos doce y si no, me quedo aquí para siempre.
Aceptó el diablo, pero como Juan era ganador siempre, porque había sido su tercer deseo, le ganó al diablo y se llevó con él a los doce apóstoles, a la Gloria.
Lo contó Andrés García Jiménez, 68 años.
Yegen.
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