Érase una viuda que tenía dos hijas. Pero todos sus mimos y preferencias eran para la mayor y los trabajos más duros para la menor.
Cierto día mandó a la menor a por agua a la fuente con una cántara. Estaba cogiendo agua cuando se le acercó una anciana y le pidió que le diera de beber. Ella, sin dudarlo, se lo dio. Entonces la anciana, que era un hada disfrazada, como premio a su bondad, le concedió el don de que, cuando hablara, salieran flores y piedras preciosas de su boca. La niña volvió a su casa y, al hablar, le salían flores y piedras preciosas. La madre se quedó asombrada y le preguntó qué le pasaba. La niña se lo contó todo. La madre mandó a su hija mayor a la fuente con una jarra de plata. Cuando estaba sacando agua se le acercó la anciana y le pidió de beber. Ella le contestó de mala manera que si quería agua se la cogiese ella misma. El hada, al ver su mala contestación, le dio la desgracia de que, cuando hablase, le salieran por la boca serpientes y toda clase de reptiles. Al llegar a su casa y ver la madre lo que pasaba, culpó a la pequeña y mandó a su marido que se la llevase al bosque.
Estaba en el bosque, llora que te llora, cuando acertó a pasar por allí un príncipe, que le preguntó qué le pasaba. Ella le contó su historia. El príncipe le propuso que se fuera con él a palacio y que se casaran. La niña aceptó y se fue con él muy feliz.
Al poco tiempo de estar casados supo que su madre había muerto y que su hermana vivía encerrada y sola, pues nadie resistía el espectáculo de estar a su lado.
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