sábado, 29 de noviembre de 2008

LA MANZANA PODRIDA

Érase una vez dos hermanas que todas las mañanas salían al balcón para ver quién pasaba.

Una mañana pasó un príncipe y, al verlas (tan guapas), decidió pasar todos los días. Uno de esos días, una de las hermanas tiró una manzana podrida; el príncipe se agachó a cogerla y, al ver que estaba podrida, la tiró, se subió al caballo y se marchó avergonzado.

A la mañana siguiente una de las hermanas le dijo:

-Mira qué de caballero;

mira qué de cortesía,

que se baja del caballo

para coger una manzana podrida.

El príncipe se fue de nuevo avergonzado.

Una tarde de invierno el príncipe quiso vengarse de ellas, se disfrazó de pobre y fue a la casa de las dos hermanas. Pidió alojamiento y comida por una noche y da la casualidad de que estaba lloviendo. Ellas, al ver que hacía tanto frío, le dejaron pasar. Llegó la hora de acostarse y él dijo que le daba igual dormir en cualquier sitio. Las hermanas decidieron que durmiera en la escalera y a media noche se presentó en el cuarto de las hermanas diciendo:

- Tengo mucho frío. ¿Me podéis hacer un sitio?

Una dijo sí y la otra también. Se puso en un lado y la una estuvo toda la noche diciéndole a la hermana:

- ¡Chínchale al pobre, María!

Amaneció. Les dio las gracias y se marchó. Se quitó la ropa de pobre, se puso las de príncipe. Esa misma mañana pasó por debajo del balcón y le volvió a decir una de ellas:

-Mira qué de caballero;

mira qué de cortesía,

que se baja del caballo

para coger una manzana podrida.

Y entonces el príncipe responde:

-Mira qué de señorita;

mira qué de cortesía,

que estuvo toda la noche diciendo:

"chínchale al pobre, María".

Lo recogió Fina Requena Mingorance, 14 años.
Lo contó Merecedes Pelegrina Medina, 64 años.
Yegen.

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LA NIÑA QUE RIEGA LA ALBAHACA

Esto era tres hermanas huérfanas de madre. Un día el padre se iba de viaje y les dijo:

- ¿Qué queréis que os traiga?

- Lo que usted quiera, padre.

Mientras el padre estaba fuera, la más pequeña sembró en una maceta una mata de albahaca. El hijo del rey, que estaba enamorado de ella, todos los días pasaba por delante de su casa, la veía regando y le decía:

- Niña que riegas la albahaca: ¿cuántas hojitas tiene la mata?

Ella le contestaba:

- Y tú, príncipe embustero, ¿cuántas estrellitas tiene el cielo?

Un día el príncipe se vistió de pescadero y salió pregonando. Cuando la muchacha lo oyó, salió y el príncipe se tiró a darle besos y abrazos. Al día siguiente el príncipe le dijo:

- Niña que riegas la albahaca: ¿cuántas hojitas tiene la mata?

- Y tú, príncipe embustero, ¿cuántas estrellitas tiene el cielo?

- Tantas como besos y abrazos le diste al "pescaero" – le contestó.

La muchacha pensó que aquello no podía continuar así. Al día siguiente se vistió de la muerte y se fue al castillo. Tocó y salió el rey:

- ¿qué quieres?

- Soy la muerte y vengo a llevarme a tu hijo.

- Pero si mi hijo no está enfermo y no ha hecho nada malo.

- Bueno, si no quiere que me lo lleve tiene que bajar a las cuadras y pegarle cuatro mordiscos al "jaco podrío". - (Así le llamaban al caballo del rey por estar muy seco.)

El príncipe bajó y le pegó los mordiscos.

Al día siguiente el hijo del rey le dijo a la muchacha:

- Niña que riega la albahaca: ¿cuántas hojitas tiene la mata?

- Y tú, príncipe embustero, ¿cuántas estrellitas tiene el cielo?

- Tantas como besos y abrazos le diste al "pescaero"?

- Pues la albahaca tantas como mordiscos le diste al "jaco podrío".

El príncipe decidió cortarle el agua para que tuviera que ir a por ella al jardín del palacio. Cuando fue a regar y vio que no tenía agua llamó a sus hermanas y les dijo:

- Bajadme con una cuerda al jardín del palacio para coger agua.

Cuando la bajaron, ella lo encontró dormido y se fue para él y le puso en la frente AMOR. Cogió agua y se fue. Al día siguiente, la volvieron a bajar y, cuando le estaba poniendo AMOR, el príncipe se despertó. La cogió de la mano y empezó a enseñarle el palacio. Pero cuando llegaron al palomar la muchacha lo dejó allí encerrado.

Al día siguiente todo el mundo estaba buscando al príncipe y un criado dijo:

- Todo está abierto, menos el palomar.

Entonces tiraron la puerta y lo sacaron. Le contó a su padre que quería a una muchacha y que ella lo quería a él. Pero no le pudo decir más porque cayó muy enfermo. El padre mandó a un criado a dar el pregón de que todas las mozas del pueblo tenían que ir a contarle un cuento al príncipe, para ver por cuál de ellas se interesaba. Pero por ninguna se interesó.

Hasta que un día llegaron las hermanas y le tocó el turno a la pequeña. Y le preguntaron:

- ¿Qué cuento le vas a contar?

- Yo no vengo a contar, ni a descontar; yo vengo a entregar las llaves del palomar.

Cuando el príncipe se mejoró se casaron y vivieron felices.

Lo recogió Mª Ángeles Pelegrina Muñoz, 14 años.
Lo contó su madre Eduarda Romera Fernández, 50 años.
Yegen.

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LA NIÑA DE LA ALBAHACA

Érase una familia muy pobre que tenía dos hijos y una hija. Murieron los padres y llevaban la casa como podían. Un día estaba la niña regando la albahaca que tenía en la puerta y acertó a pasar por allí el hijo del rey. Se admiró de lo bonita que era la niña y le dijo:

- Señorita que riegas la albahaca, ¿me dices cuántas hojas tiene la mata?

Ella se quedó callada y no le dijo nada porque le dio mucha vergüenza. Al día siguiente pasó otra vez el hijo del rey y le dijo lo mismo. Ella volvió a quedarse callada, sin saber qué contestarle. Pero decidió que al día siguiente le contestaría algo. Y se lo estuvo pensando. Al día siguiente volvió a pasar el hijo del rey y vuelta a las mismas:

- Señorita que riegas la albahaca, ¿me dices cuántas hojas tiene la mata?

- Príncipe pirulín, pirulero, ¿me dice cuántas estrellas tiene el cielo?

El hijo del rey no se podía quedar así, sin saber qué contestar a aquella mocita. Decidió aumentar la burla. Al día siguiente se disfrazó de pescadero muy pobre, con los harapos viejos y una caja de pescado, y se presentó de noche en la casa de los huérfanos. Pidió, por Dios, que le dejaran pasar la noche , que venía de muy lejos y se le había echado la noche encima. Con que le dejaron entrar. Se pusieron a cenar y los huérfanos, como eran tan pobres, no tenían otra cosa que pan. Y el hijo del rey, pues pescado. Los huérfanos le pidieron un poco. Pero él dijo que por cada arenque que les diera tenía que dar un beso a la niña. Todos quedaron de acuerdo y así pudieron comer pan con arenques.

A los pocos días de este suceso pasó otra vez el hijo del rey por la puerta de la niña y estaba ella regando la albahaca.

- Señorita que riegas la albahaca, ¿me dices cuántas hojas tiene la mata?

Y ella contestó lo suyo:

- Príncipe pirulín, pirulero, ¿me dice cuántas estrellas tiene el cielo?

Y él añadió:

- Tantas como besos le diste al pescadero.

¡Qué vergüenza pasó la pobre niña! Decidió vengarse del hijo del rey al otro día. Los hermanos le decían que no cometiera locuras, que era el hijo del rey y la podía matar si quisiera. Pero ella no hizo caso y se ingenió una broma de venganza: se disfrazó de diablo, con cuernos y todo, echando fuego por la boca, y una pequeña lanza con tres puntas muy largas. Y también se agenció una jaca. Con todo ello se dirigió a palacio. Llamó a la puerta. Salió un criado y dijo que llamaran inmediatamente al hijo del rey, que si no subiría ella misma a por él. Así que el hijo del rey tuvo que bajar para que no subiera el demonio aquel... Cuando la niña lo tuvo delante, sacó una voz muy ronca y le dijo que tenía que acompañarla al infierno. Y él, medio llorando, le rogó que no se lo llevara, que le pidiera cualquier cosa, que se la daría. Entonces ella le dijo que tenía que estar dando besos en el culo de la jaca hasta que le dijera basta. Y el hijo del rey aceptó para que no se lo llevara. Cuando ella dijo "basta", él paró y el demonio se fue.

El hijo del rey estuvo un tiempo muy malo, con fiebre, a causa de la infección de los besos. Pero cuando se recuperó lo primero que hizo fue irse a pasear delante de la niña de la albahaca.

- Señorita que riegas la albahaca, ¿me dices cuántas hojas tiene la mata?

- Príncipe pirulín, pirulero, - contestó la niña - tantas como besos le diste al culo de la jaca.

No se puede decir el enfado del hijo del rey. Inmediatamente ordenó que detuvieran a la niña y que la colgaran. Pero cuando ya iban a ejecutarla, la niña le dijo que le diera una oportunidad, como era la costumbre; que antes de matar a alguien se le ponían unas pruebas y si las hacía bien se le perdonaba. El príncipe aceptó y le dijo:

- Tienes que venir mañana ni vestida, ni desnuda; ni andando, ni montada; ni por el camino, ni por fuera del camino.

Al día siguiente la niña se presentó con un vestido de hojas de higuera, con lo cual no se podía decir si iba vestida o desnuda; montada en una borrega y con las piernas arrastrando, con lo cual tampoco se podía decir ni que fuera montada, ni que fuera a pie; y además iba con una pierna por el camino y con la otra por fuera, con lo cual tampoco se podía decir que fuera por camino o por fuera de camino.

El hijo del rey no tuvo más remedio que perdonarla. Pero, al ver que era tan lista, además de guapa, se enamoró de ella y le pidió la mano a sus hermanos, que aceptaron al instante. Se celebraron las bodas y fueron muy felices el resto de sus días.

Lo recogió Benito Lupiañez Romera, 17 años.
Lo contó su madre Elena Romera Fernández, 43 años.
Albondón.

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JUAN EL DE LA GLORIA

Era una vez un matrimonio que vivía en un cortijo. Él se llamaba Juan; ella María. Eran bastante pobres y tenían sólo unas cuantas gallinas. Cuando ponían un huevo, María iba a venderlo al pueblo para que Juan jugara a las cartas. Pero siempre le decía a su marido:

- ¿Por qué no compramos arroz con el dinero del huevo?.

- Porque el dinero lo necesito para jugar, mujer - contestaba Juan.

Pero siempre perdía y así nunca salían de la pobreza.

Un buen día iba Jesús con sus doce apóstoles y le dice San Pedro:

- Señor: ¿dónde vamos a pasar la noche?, que ya va oscureciendo.

- En el cortijo de Juan, que nos dejará entrar - contestó Jesús.

Llegaron a la puerta del cortijo y tocó el Señor la puerta. Abrió Juan y el Señor le dice:

- ¿Podemos pasar esta noche aquí?

- Eso ni se pregunta, buen hombre- contesta Juan - Entren todos.

Una vez dentro, vio Juan que Jesús (¡pero él qué iba a saber quien era!) estaba descalzo y le dio sus alpargatas. Había sólo una silla en la habitación y se sentó San Pedro. Al verlo, Juan le hizo levantar para que se sentara el Señor, que parecía mayor. Llegó la hora de cenar y cenaban siempre un mendrugo de pan y una olla que no tenía casi nada para ellos dos. María tenía apuro de sacar tan poco y le dijo a Juan:

- Cómo voy a poner la mesa, si no hay comida ni para nosotros.

- Tú ponla. Si no tocamos a una cuchará, tocaremos a media.

Puso la mesa y Juan animaba a que comieran primero ellos. Empezó Jesús a partir los trozos de pan y aquello no tenía fin... Y la olla no se acababa... María adivinó quién era y se lo dijo a Juan. Pero éste no la creyó.

Llegó la hora de acostarse y Juan le ofreció su cama al buen hombre. Pero Jesús no aceptó, y se acostó en la cuadra, con los doce apóstoles. María, como era tan curiosa, se levantó a media noche a ver cómo dormían los invitados. Y vio al buen hombre acostado en los maderos, en forma de cruz. Fue corriendo a decírselo a Juan. Pero éste no la creyó.

- No digas bobadas, María. ¿Cómo se va a acostar en la cruz, con lo dura que está?

A la mañana siguiente se despiden de Juan y María y le dice el Señor:

- Juan: pídeme tres deseos, que los tienes concedidos.

- ¿Qué me va a dar usted a mí, buen hombre, si va descalzo y comido de miseria?

Pero tanto insistió Jesús que Juan pidió:

- Mire: tengo un cerezo en la puerta y en la noche de San Juan me lo hacen polvo los mozos. Quiero que, cuando se suban, no puedan bajarse sin mi permiso. - Quedó pensando qué más podía pedir y al rato continuó - Otro deseo que tengo es que cuando juegue, lo gane todo. Y el último, que cuando me muera me echen la baraja a la caja.

Con que se fueron y llegó el día de San Juan. Los mozos se fueron al cerezo de Juan, a coger los ramos de cerezas. Subieron, cargaron los brazos y, cuando quisieron bajar, no pudieron. A la mañana allí los encontró Juan.

- María, - gritó - dame la escopeta que hay mozos en el cerezo.

- No tire usted, señor Juan, que le prometemos que aunque se hagan de oro las cerezas, no volveremos más.

- Bajad del cerezo.

Bajaron y no volvieron nunca más.

A los pocos días una gallina puso un huevo. Con el dinero de la venta, fue Juan a jugar al pueblo. Ganó todo lo que quiso y no se lo podía creer. ¡Menuda alegría recibió María! Pudieron comprar todo lo que quisieron. Ya nunca más pasaron hambre.

Pero como a todos nos llega la hora, también le llegó a Juan. Se murió y le echaron la baraja. Con ella llegó hasta las puertas del infierno y le dijeron que él no era para allí. Ya se iba, cuando oyó dentro las voces de los doce que iban con el Señor que le concedió los tres deseos. Y le dijo al jefe de los demonios:

- Te echo una mano. Si gano me llevo a esos doce y si no, me quedo aquí para siempre.

Aceptó el diablo, pero como Juan era ganador siempre, porque había sido su tercer deseo, le ganó al diablo y se llevó con él a los doce apóstoles, a la Gloria.


Lo recogió Eduardo Moreno Valiente, 14 años.
Lo contó Andrés García Jiménez, 68 años.
Yegen.

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EL HERRERO (II)

Esto era un herrero que era muy pobre, pero muy creyente en Dios y muy bueno. Tenía un perro que se llamaba "Metralla" y cuando el perro se ponía al lado del yunque se le abría la boca y el herrero le decía:

- Metralla, tienes hambre. Pues yo también la tengo.

Pero un día se presentaron en el taller dos hombres con un borrico a que le pusieran una herradura. El herrero no tenía ya ni herraduras. Así que echó mano de un trozo de plata que tenía guardado como herencia de su abuelo. Aquellos dos hombres eran Jesús y San Pedro. Cuando lo ven trabajar el metal le dice el Señor:

- Maestro: eso parece un trozo de plata.

- No es que parece, - contesta el buen herrero - es que lo es.

- No vamos a tener dinero para pagarle una herradura así.

- Yo sé que ustedes son tan pobres como yo - les contestó - No me alargaré en pedir dineros.

El herrero comenzó a ponerle la herradura al animal. Pero del hambre que tenía, casi no le quedaban fuerzas para amartillar los clavos. Y se le jorobaban y tardaba un siglo en sacarlos y volver a clavarlos. Le dice al Señor(sin saber el herrero que era Dios, claro):

- Venga, amigo. Levántele la mano al burro.

Del primer golpe, clavó un calvo. Y del segundo, otro. El herrero, extrañado de su habilidad, dice:

- ¡ Pues no parece que ha puesto Dios las manos en el burro para que me salga así de bien !

San Pedro, sonriente:

- ¿Quién sabe, buen hombre­?

En diez minutos estaba listo el trabajo. Le pide el Señor lo que se debe y el herrero, tan contento de haber acabado pronto y bien, les dice que no les cobra.

- Eso no puede ser - protesta San Pedro.

- Pobres ustedes, pobre yo; no quiero nada de pobres, y nada pierdo.

No hubo manera de que dijera un precio.

- Bueno, maestro - acabó la discusión el Señor - Ya que no quiere cobrar nada, le voy a conceder un don: pida cualquier deseo, que se le cumplirá.

El herrero, por llevarle la corriente, sin hacerse ilusiones ni figurarse con quien estaba hablando, dice:

- Pues mire usted: yo tengo aquí en la fragua tan sólo una silla y quiero que toda persona que en mi silla se siente, que no se levante hasta que yo no le dé el permiso.

- Vaya tonterías que pide usted - exclamó San Pedro.

- Concedido - dice el Señor -. Pida otro deseo, que también se le cumplirá. Pero pida mejor que la otra vez.

Estuvo el herrero pensando un rato, y al fin responde:

- Tengo un peral en la puerta de la fragua y ningún año disfruto de las peras, porque se las comen. Quisiera que toda persona que se subiera al peral no se pudiera bajar hasta que yo no se lo autorizase.

- Menuda tontería... – volvió a decir San Pedro.

- Pide otro más, el último. Pero pide mejor.

Pensó y repensó el buen herrero.

- Mire: tengo una petaca muy grande y quiero que todo el que yo meta dentro de la petaca no pueda salir ni entrar mientras yo no le de permiso.

- ¡Otra tontería!...

- Concedido lo tiene, ¡ea! - dijo el Señor - Y ya nos vamos. Quede usted con Dios, y buena suerte.

A los tres días de este suceso, Metralla se le sentó al pie del yunque, abrió la boca y se murió.

- Adiós, Metralla, - le dijo el herrero - que detrás de ti iré yo. Estoy por entregarle el alma al diablo...

No había acabado de decir esto, cuando se le presenta un señorito a la puerta.

- Aquí me tienes, maestro.

- ¿Y quién es usted?

- Yo soy el diablo. Me has ofrecido tu alma y vengo a por ella.

El herrero no salía de su asombro.

- Espere un momento, que me despida de mi señora – acertó a decir al cabo de un rato.

Se metió para dentro y el diablo espera que te espera. Tanto esperar, se cansó y fue a sentarse en la única silla que había. Al rato sale el herrero y le dice que está listo. Pero el diablo, claro, no pudo levantarse. Entonces le vino al herrero el recuerdo de los dos personajes y los tres deseos que había pedido.

- Con que, ¿no te puedes levantar? Pues ahí vas a criar raíces.

- Si me levantas de la silla - le dice el diablo - te concedo veinte días de bienestar, a base de comida, puros, y siempre con dinero en el bolsillo.

Dicho y hecho. Le dio su permiso para levantarse y vivió veinte días como un marqués. Pero se le pasaron sin enterarse.

Una mañana estaba sentado a la puerta del taller y vio asomar un tropel de gente que venía hacia él. Cuando llegaron, sale uno del montón.

- Herrero - le dice - ¿No me conoces?

- Sí que te conozco. Tú eres el diablo.

- Pues venimos a por ti.

Era el tiempo en que el peral estaba de peras hasta arriba. Y dice el herrero:

- Bueno. Esperadme un minuto que voy a despedirme de mi señora. Mientras voy y vengo, probad las peras.

Ni uno quedó en tierra. Y cuando salió el herrero, por más que quisieron bajar, ninguno pudo.

- Bájanos de aquí y te prometo otros veinte días de vida a lo marqués - dijo el jefe de los diablos.

Dicho y hecho. Pero los veinte días se pasaron sin darse cuenta y volvieron a por él:

- Maestro: vámonos.

- Un minuto, que voy a despedirme de mi mujer.

- Ni hablar de eso.

Total que se fueron al instante. A los veinte minutos de camino, el herrero le dice al diablo:

- Me han dicho que el diablo se puede convertir en todo lo que quiera. ¿Es eso cierto o son habladurías de la gente?

- Es cierto - contesta el diablo - medio ofendido de que aquel mortal dudara de sus poderes.

- Pues si es verdad, ¿a que no te conviertes en hormiga?

Ni corto ni perezoso el diablo se transformó en la más pequeña de las hormigas. El herrero lo metió en la petaca y se volvió para su casa. Cuando llegó la noche se acostó y su mujer, para no perder la costumbre, se levantó a fisgar en la petaca del marido. Metió la mano y el diablo se la agarró de manera que no podía sacarla. Así estuvo, luchando toda la noche. Ya al clarear el día, viendo que no podía deshacerse de aquella trampa, llamó al marido.

- ¡Ventura! ¡Ventura! - que así se llamaba el herrero.

- ¿Qué quieres, mujer? - contesta el herrero, medio dormido.

- ¿Qué demonios tienes en la petaca, que no puedo sacar la mano?

- ¡Todos los del infierno! - contestó - Y ya pillé al ladrón que me registraba.

La mujer confesó y prometió no volver a fisgarlo. Entonces el herrero salió a la calle con la petaca, la abrió y preguntó al diablo:

- Prometes no volver nunca más por aquí.

- Nunca. Jamás. Te lo prometo. - gritó el diablo.

- Pues, con mi permiso, fuera.

El diablo se fue más que deprisa. Y el señor Ventura y su mujer vivieron como marqueses. Así pasó en verdad. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

Lo recogió Jacoba García Morales, 18 años.
Lo contó José Santiago Heredia, 70 (aprox).
Sorvilán.

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EL HERRERO (I)


Había una vez en un pueblo un herrero muy pobre. Cierto día se le presentó el diablo diciéndole que se lo llevaría con él. Y le dio un plazo de doce días para que solucionara sus cosas pendientes en este mundo.

Quedó el pobre herrero muy apenado. Y estando en estas se le apareció un hada que venía acompañada de San Pedro. Le dijo que pidiera tres deseos. El herrero lo pensó y pidió:

- Quiero que todo el que se suba a mi parra no se pueda bajar hasta que yo lo diga.

San Pedro le aconsejó que pidiera el cielo. Pero el herrero ni lo escuchó y siguió:

- Quiero que todo el que se siente en mi sillón no se pueda levantar hasta que yo lo diga.

San Pedro volvió a insistir que no dejase de pedir el cielo. El herrero pidió su tercer y último deseo:

- Quiero que todo el que entre en mi casa y se mire en el espejo no se pueda mover hasta que yo lo diga.

Desaparecieron el hada y San Pedro y el herrero volvió a quedar a solas con su problema. Preparó sus cosas, se despidió de toda su familia y a los doce días cabales se le presentó el diablo en el taller. Con que ya salían, camino del infierno, cuando al herrero se le ocurre ofrecer al diablo que subiera a la parra y probara de sus uvas tintas. El diablo no lo pensó mucho y allá se fue. Se hartó de comer y cuando quiso bajar comprobó no podía. Le pidió por favor al herrero que lo bajara y éste le dijo que con la condición de que le dejase un año de plazo para volver a por él. Aceptó el diablo y bajó enfadadísimo de que aquel herrero lo hubiese engañado.

El año se pasó en un volar y cuando quiso darse cuenta ya tenía otra vez al diablo en el taller. Se iban ya cuando se acordó el herrero del sillón y se lo ofreció al diablo. No lo pensó dos veces y se dejó caer... y allí se quedó pegado. El herrero le pidió dos años más. El diablo aceptó y se fue con más cabreo que nunca.

A los dos años ya estaba otra vez el diablo reclamando al herrero. Cuando se iban le dijo el herrero que se peinase un poco, que tenía unos pelos muy revueltos. El diablo se quedó pensando si habría algún hechizo en el peine que le entregaba el herrero. Pero al ver que el herrero se peinaba con él, lo cogió, se miró al espejo... y se quedó como de piedra, sin poder mover ni un pelo del rabo. El herrero le pidió de plazo toda la vida. Y el diablo no tuvo más remedio que concedérselo.

Pasó el tiempo y le llegó su hora al buen herrero. Murió y se fue camino del infierno. A la puerta se encontró con el diablo conocido suyo que no le quiso dejar entrar porque decía que allí no había sitio para más diablos y que él era peor que todos ellos juntos. Así que se fue el herrero camino del cielo. Pero allí estaba San Pedro, que le recordó que no había querido pedir el cielo cuando el hada le concedió los tres deseos. En vista de lo cual el herrero se quitó el sombrero y lo tiró puertas adentro. Luego pidió permiso a Nuestro Señor para entrar a recogerlo. Se lo dieron y, cuando estuvo dentro, dijo que se quedaba. Y allí sigue, que no pudieron echarlo.

Lo recogió Benito Lupiáñez Romera, 17 años.
Lo contó su madre Elena Romera Fernández, 43 años.
Albodón.

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EL SASTRECILLO VALIENTE

H


abía una vez un sastre que cosía en su taller y unas moscas muy pesadas le molestaban sin parar. Cansado de ellas dio un manotazo y mató siete. Se puso tan contento que se hizo un cinturón que ponía: "maté siete de un golpe". Y cuando la gente lo veía, como no sabían de qué iba, comentaban: "¡Qué valiente es el sastrecillo!".

Pasado algún tiempo llegó a la ciudad un gigante muy fuerte y muy malo que amenazaba a la gente con destruirles sus casas si no le llevaban toda la comida y el ganado que tuvieran. Y cuando se lo llevaban nunca se quedaba satisfecho. Así que la gente estaba asustada y nadie se atrevía a hacerle frente. Entonces acudieron al sastrecillo, pensando que si había matado siete de un golpe, podría librarles del gigante.

El sastrecillo no se atrevió a decirles la verdad y pensó que ya se le ocurriría algo, pues, si no era tan fuerte como el gigante, al menos sí era más inteligente. Se llenó los bolsillos de piedras y se subió a un árbol que había en el camino por donde pasaba todos los días el gigante. Al rato de esperar, vio que llegaba y le tiró una piedra a la cabeza. El gigante se volvió, sorprendido, y al no ver a nadie se quedó intrigado. El sastrecillo le tiró otra más. El gigante preguntó con gran voz: "¿Quién hay ahí?". El sastrecillo sacó la voz más ronca todavía y le contestó: "Soy un gigante más fuerte y más grande que tú, y además tengo poderes mágicos y soy invisible. Vete y no vuelvas si no quieres que te aplaste de un pisotón". El gigante salió corriendo y nunca más volvió.

Toda la gente estaba muy contenta y el rey premió al sastrecillo con la mano de la princesa.

Lo recogió Beatriz Ruiz Mediano, (¡).
Turón.

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PALOMA BLANCA Y EL PRÍNCIPE ABURRIDO

Érase una vez un príncipe que tenía tantas cosas que ya no sabía ni lo que quería. Y decía que ninguna mujer del mundo le gustaba.
Un día encontró a una bruja y ésta le preguntó qué era lo que le pasaba, por qué estaba tan triste. Le contó su problema y la bruja le dio tres naranjas y le dijo:
- Cuando veas una fuente, abres una naranja y tendrás mujer a tu gusto.
El príncipe fue camino de una fuente. Se encontró un charco de agua sucia, de pasar animales. Pero pensó que daría igual que si fuese una fuente. Así que abrió una de las naranjas. No salió nada y se quedó sin naranja. Siguió caminando y se encontró otro charco. Abrió otra naranja y se volvió a quedar sin dama y sin naranja. Entonces se hizo el propósito de no abrir la última naranja hasta que no encontrar una fuente con tres caños. Siguió camina que te camina hasta que encontró la fuente a su gusto. Abrió la naranja y empezó a brillar el sol en el agua: y vio a la mujer de sus sueños. El príncipe la quería tanto que no sabía qué hacer, de tanto que la quería. Se la llevó al palacio y se casó con ella.
Tenía en palacio una moza que era negra y tomó tantos celos de la felicidad del príncipe que quería vengarse. Un día la mandaron a por agua a la fuente y, de rabia que le entró, rompió el cántaro contra la piedra, a porrazos.
Pasó el tiempo y el príncipe tuvo que marchar a la guerra y la mujer se quedó con la moza. Cuando quedaron solas, ésta le dijo:
- Señorita, ¿la espulgo?
- Yo no tengo piojos.
Pero, por hacerle ese gusto, se sentó y la moza empezó a espulgarla. En un momento la moza le clavó a la princesa un alfiler en la cabeza y se convirtió en una paloma muy bonica. Y echó a volar.
Al poco vino el príncipe preguntando por su esposa. La moza le contestó que ella no sabía nada. Y se fue, muy triste, a sentarse al jardín, para pensar en los días felices que pasó con ella. Y una paloma blanca se le posó en las piernas y se le quedó mirando. Si más la miraba, más se le quitaba la pena. La paloma le acariciaba con las alas y él dejaba de estar triste.
Pero otra vez tuvo que salir el príncipe de viaje. Le dijo a la moza que cuidase de la paloma blanca como si fuese su esposa, para que no le pasara nada. La moza, tan envidiosa y mala, metió a la paloma en una tinaja de aceite para que se pusiera fea.
Volvió el príncipe y preguntó por su paloma. Al verla tan cambiada, le dio pena y se la puso entre las piernas para acariciarla. Le pasó la mano por la cabeza, para limpiarla y se encontró con el alfiler. Se lo quitó, y al momento la paloma se transformó en su mujer. Quedó maravillado. Preguntó cómo podía ser aquello. Pero la princesa no se lo contó, porque era muy buena y no quería que mataran a la moza. Sin embargo, la castigó a estarse subida en un árbol del jardín. La moza dijo que ni hablar y decidió marcharse del palacio. Y así quedaron muy felices el príncipe y su esposa.

Lo recogió Fina Requena Mingorance, 14 años.
Lo contó su madre Virtudes Mingorance, 48 años.
Yegen.

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jueves, 27 de noviembre de 2008

LA HIJA DEL REY Y EL PIOJO


Érase una vez un rey que tenía una hija. Y estaba en edad de casarla. Un día la hija del rey estaba sentada en su silla de oro, cose que te cose, y se sacó un piojo de la espalda. Se lo llevó a su padre y le propuso cuidarlo. Así lo hicieron. Y el piojo crecía cada día hasta que llegó a ser tan grande como un toro. Entonces el rey decidió matar al piojo y con sus huesos y su piel hacer una silla. Dicho y hecho. Llamó al carpintero, lo encerraron en palacio y en unas horas había hecho un hermoso sillón.
Cuando el sillón estuvo hecho, el rey mandó pregonar por su reino que el que acertase de qué estaba hecho le daría la mano de su hija. Vinieron condes, duques, marqueses, ... pero nadie daba con el enigma. Y había cerca del palacio un hombre que ponía la oreja en el suelo y oía todo lo que quería. Y se estaba riendo de todos.
Un muchacho de aquellos lugares quiso probar fortuna y le dijo a su madre:

- Madre: vende las ovejas, que voy a ir a palacio y voy a adivinar de qué está hecho el sillón de la princesa.
Y la madre, pensando que su hijo se había vuelto loco, intentó persuadirle.
- ¡Anda, hombre! ¡Qué vas a acertar tú! Si no lo han adivinado esos señores tan importantes...
Pero el muchacho no le hizo caso a su madre. Vendió las ovejas y se fue a palacio. De camino, pasó por donde el hombre que todo lo oía y le pidió consejo:
- Cuando te presentes en palacio dices que vienes a participar. Primero dices que es cualquier madera. Como no acertarás, tendrás que pagar cinco duros. Los pagas. Y luego pides otro intento y dices que es de piojo. ¿Has entendido?: de piojo.
Así lo hizo el muchacho. El primer intento dijo que era de roble. El público empezó a reírse de él. Pagó los cinco duros y luego dijo:
- Es de piojo.
La hija del rey empezó a llorar porque no quería casarse con un pastor que olía a ovejas. Entonces el rey le puso una prueba: tenía que ganar a un duque a allanar dos montañas. El que primero acabase, ese se casaba con la princesa. El duque cogió a todo su ejército y se fue para allá. En poco tiempo allanó más de la mitad. El muchacho fue a ver al hombre que todo lo escuchaba. Y éste le aconsejó:
- Coge una espuerta y una azada y vete al monte a quitar tierra. Mañana, cuando te levantes, todo estará arreglado.
Así lo hizo. Estuvo trabajando todo el día y cuando llegó la noche se fue a dormir. Aprovechando la oscuridad, el hombre que todo lo oía y un compañero suyo allanaron la montaña del muchacho y la tierra la llevaron a la montaña del duque. A la mañana siguiente el rey fue a ver a los contrincantes y se encontró con que tenía que casar a su hija con el pastor.

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EL CONCURSO DEL JARRO DE AGUA


En un país muy lejano nació un niño en el seno de una familia real, pero el recién nacido fue cambiado por otro hijo de la hermana del rey. El verdadero príncipe fue dado al jardinero, que no tenía hijos. Cuando le llegó su hora, el jardinero lo llamó y le dijo toda la verdad. Y el príncipe partió de su casa en busca de fortuna, para volver algún día a recuperar su reino.
Llegó a un lugar donde el rey prometía la mano de su hija y la mitad de su reino a quien ganara en concurso a la bruja más rápida de toda la zona. El concurso consistía en llegar corriendo a una fuente, llenar un jarro de agua y volver con ella al palacio. El príncipe decidió tomar parte en el concurso y se dispuso a ir ante el rey.
De camino, se encontró con un hombre que disparaba hacia el cielo. Y le dijo:
- ¿Qué hace usted, buen hombre?
- Tirándole a un mosquito que hay a cincuenta mil metros de altura. - le contestó.
- Pues véngase conmigo. - le dijo. Y el hombre se fue con él.

Al poco rato se encontraron con otro que iba corriendo de un sitio para otro. Y le preguntaron:
- ¿Qué hace usted, corriendo de esa manera?
- Entrenándome para que nunca me pueda ganar a correr el viento.
Y le dijeron si quería unirse a ellos y aceptó.
Estuvieron andando un buen rato más y llegaron hasta un río donde había dos hombres: uno estaba soplando como el viento y el otro bebiéndose el agua del río. Les preguntaron qué hacían y les contestaron que uno estaba dando viento a unos molinos que había al otro lado del río y el otro bebiéndose todo el agua. El príncipe les invitó a irse con ellos y aceptaron.
Llegaron a las afueras de la ciudad y se encontraron con un hombre que tenía la oreja pegada al suelo. Le preguntó el príncipe que qué hacía y le contestó que estaba oyendo la misa mayor de Roma. También le invitó a irse con él y se unió al grupo.
Por fin llegó el día del concurso y a la salida del sol el rey dio la señal de partida. De contao que la bruja dejó perdido al príncipe. Pero, a las afueras de la ciudad, el príncipe dio el jarro al hombre que corría más que el viento. Al poco rato adelantó a la bruja, llegó a la fuente, llenó el jarro y volvió por el mismo camino. De regreso, se cruzó otra vez con la bruja, que le dijo:
- Buen muchacho, me has ganado y quisiera hacerte un regalo. Toma este anillo y no te lo quites nunca.
Pero nada más ponérselo se quedó profundamente dormido, porque el anillo estaba encantado. Por suerte, el hombre que oía la misa de Roma lo había escuchado todo y se lo contó al príncipe. Este le ordenó al que disparaba tan bien que hiciera blanco en el anillo. Así lo hizo: rompió el anillo y se despertó de su sueño el hombre veloz. Cuando se dio cuenta de lo ocurrido, se puso a correr con más fuerza que nunca, para alcanzar a la bruja. Al mismo tiempo, se escondieron en el camino el hombre que soplaba y el que se había bebido el río. Cuando pasó la bruja, uno sopló como el huracán y otro echó todo el agua que tenía dentro. Así la bruja no pudo continuar y al poco rato llegó el que corría tanto, le quitó el jarro de agua y siguió hacia la ciudad. Al llegar a las afueras, se lo entregó al príncipe y se fue ante el rey.
El rey lo proclamó ganador, le dio la mano de su hija y la mitad de su fortuna. El príncipe le dijo entonces quién era y que tenía que regresar a su país, a recuperar lo suyo. El rey le dio su bendición y partió con sus cinco amigos.
Cuando llegaron, supo que su padre había muerto y que reinaba su tía. Obligaron a la tía a decir la verdad y el príncipe fue proclamado rey.

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EL SOLDADO BUENO


Érase una vez un soldado muy bueno, muy bueno. Tan bueno era que sus compañeros lo tenían por tonto. Y había en palacio un caballo salvaje que ya había matado a todos los que quisieron montarlo. Todos lo temían. Un día quisieron reírse de Juan soldado y le trajeron el caballo y le invitaron a dar un paseo. Juan montó con mucha fatiga y le vieron partir como un rayo. Todos pensaban que no volverían a verlo, que volvería el caballo solo, como en las demás ocasiones. Pero, al cabo de un rato, regresaron caballo y caballero y todos quedaron admirados al ver que el animal se arrodillaba para que Juan soldado se bajara.
La noticia llegó a oídos del rey, que mandó llamar a Juan soldado y le dijo:
- Pide lo que quieras, que lo tienes concedido.
Entonces Juan soldado le pidió la mano de su hija. El rey le contestó que para eso antes tenía que traer la sortija de desposada, que estaba en el fondo del mar. Juan soldado comprendió que eso era imposible para él y marchó, muy entristecido, a ver a su caballo.
Al verlo, el caballo le habló:
- No te preocupes, amigo mío. Eso lo arreglaremos. Mátame y pícame en trocitos. Luego me echas al mar.
Juan soldado así lo hizo y vio cómo todos los trocitos se su amigo el caballo se repartieron por el mar. Desde aquel día iba Juan todos los días a la playa a esperar su regreso. Y un día, una ola muy grande le puso a sus pies la sortija de la princesa. Se la llevó al rey y dispusieron las bodas al instante.
Por la noche Juan fue a ver a su amigo a las caballerizas del rey, pensando que ya estaría allí. Se fue a la cama muy triste y, ya de madrugada, le despertaron unos fuertes golpes en la puerta. Y oyó una voz que decía:
- Vive tranquilo, Juan. Yo soy el alma del muerto que te encontraste en el camino y ayudaste a enterrar para que no se lo comieran los cuervos. Y ahora ya descanso en paz.
Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.

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LA FUENTECITA DE ORO


Érase una familia muy pobre que tenía tres hijas. Cierto día los padres se fueron al bosque a por leña para amasar pan y las hijas se quedaron en casa. Hablando, hablando, la mayor dijo que le gustaría casarse con un panadero para, así, poder comer pan todos los días. La mediana dijo que con un cocinero, porque así podría comer bien todos los días. La pequeña, por último, dijo que le gustaría casarse con un príncipe, porque así tendría un hijo como el sol y una hija como la luna.
Dio la casualidad de que el príncipe escuchó la conversación e inmediatamente se prepararon las bodas y cada hermana se casó con el que deseaba.
Pasó el tiempo y la hermana pequeña se quedó en estado. El príncipe tuvo que partir a una guerra que había surgido al otro extremo de su reino y quedó a su mujer al cuidado de sus hermanas. No sabía que éstas la envidiaban y habían decidió deshacerse de ella.
Al poco tiempo la reina dio a luz un hijo tan hermoso como el sol. Sus hermanas lo cogieron y lo llevaron a un molinero que vivía en el río del bosque. Al volver el rey le dijeron que su mujer había tenido un perro.
Poco después la reina volvió a quedar en estado y el rey tuvo que partir de nuevo a la guerra, que por aquel tiempo eran muy frecuentes. La reina dio a luz una hija tan hermosa como la misma luna. Pero sus hermanas la llevaron al molinero. Cuando volvió el rey le dijeron que su mujer había tenido una gato.
Tuvo que marchar una vez más el rey a otra guerra. Su mujer tuvo otro hijo, y las hermanas mayores lo llevaron al jardinero. Al rey le dijeron que había tenido un mono. El rey, muy afligido, hizo encerrar a su mujer en la torre del castillo.
Pasaron los años y los hijos crecieron. Un día pasó por el palacio una viejecita y quiso enterarse del motivo por el que estaba castigada la reina. Esta se lo contó todo y la viejecita le dijo que sus hijos vivían en el bosque, con el molinero. Le dijo que los mandara ir en busca del árbol que cantaba, la fuente que manaba oro, y el pepino lleno de perlas y diamantes. Que cuando lo tuvieran se lo sirvieran al rey en un banquete. Sólo así se volvería a reunir de nuevo toda la familia. Pero le hizo una advertencia: que cuando fueran a por el árbol, la fuente y el pepino y escucharan las palabras: "no llegues", que no mirasen hacia atrás, porque si miraban hacia atrás no llegarían.
Con que la reina se puso en contacto con los hijos. Y partió el primero en busca del árbol, la fuente y el pepino. Pero al escuchar las palabras: "no llegues", miró hacia atrás y no llegó. Fue la hija y al escuchar las palabras, miró y tampoco pudo llegar. Entonces fue el más pequeño, no miró hacia atrás y llegó. Cogió una rama del árbol que cantaba, una jarra de agua de la fuente de oro y un pepino lleno de perlas y diamantes. Volvió a su casa y le dijo a su madre adoptiva que preparase un banquete para invitar al rey. La madre le dijo que eran muy pobres, que cómo iban a atreverse a invitar al rey. Pero el muchacho insistió tanto que la mujer no tuvo más remedio que preparar unas patatas asadas (lo mejor que había en la casa) , e invitar al rey.
El rey comió patatas y luego el hijo pequeño le puso el pepino lleno de oro y perlas. En el mismo momento que el rey lo abrió salió el oro y las perlas, todo se iluminó y el árbol se puso a cantar, la fuente a manar oro. Y un pajarillo se posó en su hombro diciendo: "¿ te extraña ?". A lo que él contestó: "sí, me extraña". Y entonces el pajarillo: "pues no debía extrañarte: estás comiendo con tus tres hijos". El rey se puso loco de contento y se los llevó al palacio. Sacó a su mujer de la torre y vivieron todos felices. Comieron perdices y a mi no me dieron porque no quise.

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PAVÍ, PAVÍ


Érase una vez una princesa a la que se le había muerto la madre y su padre se había casado con otra mujer. La madrastra era muy mala. A causa de esto, la princesa se marchó de casa y se fue a las montañas.
Caminando por esos montes se encontró con una pastora y le dijo la princesa:
- Señora, véndame usted esas ropas.
Y la pastora le contestó:
- ¡Cómo se va a poner usted esta ropa con lo guapa que está con lo que lleva!
Pero tanto insistió la princesa que la pastora aceptó. Se puso sus ropas y se fue al palacio del príncipe Tránsito. Tocó a la puerta y salió la reina.
- Señora: ¿quiere usted que le cuide los pavos? - preguntó la pastora (que en realidad era princesa)
La reina contestó:
- No hace falta. Están acostumbrados a estar en el corral.

Después de estar hablando un rato las dos, la pastora convenció a la reina y como pago le daría sólo la comida.
El primer día que fue a guardarlos llevaba quince pavos. Cuando estuvo en el campo, se quitó sus vestidos de pastora y se puso los de princesa. Y decía:
- Paví, paví, paví, si Tránsito me viera se enamoraría de mí. Sí, sí, sí.
Y se le murieron dos pavos.
Cuando llegó al palacio, salió la reina a su encuentro. Y la pastora le dijo que se le habían muerto dos pavos.
- No pasa nada - le contestó la reina - Pero mañana ten más cuidado.
Al día siguiente se repitió lo del día anterior, pero en vez de morirse dos se murieron cinco. Volvió al palacio y la reina le dijo lo mismo. Pero luego mandó llamar a su hijo en privado y le encargó que espiara a la pastora para ver qué era lo que hacía con los pavos.
Con que al otro día salió detrás de ella sin que lo viera. La pastora llegó al campo y se cambió los vestidos. Se murieron dos pavos. Y Tránsito, que estaba detrás de una retama, se puso enfermo de verla tan guapa. Se fue corriendo a su casa y le dijo a su madre que mandara a la pastora que le subiera la comida. Pero la madre le dijo que ni hablar, que estaba sucia, llena de piojos, pulgas...
- Pues si no me da de comer la pastora, no como - protestó Tránsito.
Así que su madre no tuvo más remedio que llamar a la pastora. Y, cuando le subió la comida, el príncipe le preguntó:
- ¿Por qué no te vistes como cuando cuidas los pavos?
Ella contestó que cuando cuidaba los pavos no se vestía de ninguna manera. Pero Tránsito le dijo que la había visto. Entonces se puso su ropa de princesa. Tránsito llamó a su madre y quedó asombrada al ver a la pastora tan guapa.
- Con lo guapa que eres ¿por qué estás cuidando pavos? - preguntó.
Ella les contó su historia. La madre de Tránsito dijo que se casara con su hijo. Así lo hicieron y vivieron todos felices y contentos.

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LA NIÑA SIN BRAZOS


Esto era un matrimonio muy pobre y el hombre tenía que vender leña para vivir. Iba con un burro muy viejo y débil.Un día, yendo a vender una carga, se le cayó toda al suelo. Un hombre que pasaba por allí le dijo que si le gustaría cambiar de vida. El pobre dijo que sí y el otro le contestó que le ayudaría si le prometía dar lo primero que le naciera. El pobre hombre lo pensó un momento y aceptó. Al cabo de algún tiempo su mujer dio a luz una niña, y era lo que primero le había nacido en casa. Muy afligido, le explicó a su mujer que tenía que dársela al hombre con el que había hecho el trato.
Llegó el día del trueque y se fue con su hija al bosque. Se presentó el hombre y, nada más verlo, la niña hizo la señal de la cruz con su manita derecha. Entonces el hombre (que era el demonio en persona) le mandó al padre que le cortase la mano. El padre se la cortó. La niña hizo la señal de la cruz con la mano izquierda. El demonio le mandó que se la cortase. Y también se la cortó. Luego le ordenó que se la llevase a la espesura y que la dejase abandonada. El padre obedeció y la dejó en una cueva, porque en el último momento tuvo compasión de su hija.
Esta cueva era la madriguera de una osa. Cuando la osa daba de mamar a los aseznos, la niña también se acercaba a mamar. Así se crió y le iba naciendo vello como a los osos, por todo el cuerpo. Cuando creció, le echó una maldición a su padre: que se le clavara una espina y que nadie pudiese sacársela si no era ella.
Un día el príncipe iba de caza por el bosque y acertó a pasar por delante de la cueva persiguiendo su presa. Vio a la muchacha y se enamoró de ella. Pasados unos días volvió a por ella y se la llevó al palacio y se casó con ella. Pero la madre del príncipe no estaba de acuerdo con aquel matrimonio y le hacía la vida imposible a la niña.
Hubo una guerra y el príncipe tuvo que partir, dejándo a su mujer, que iba a tener un hijo, al cuidado de su madre. Todos los días escribía el príncipe preguntándo si había dado a luz. Hasta que un día, por fin, su madre le contestó que su mujer estaba bien, pero que había dado a luz un perro y una perra. El príncipe contestó que le daba igual, que los cuidaran a su mujer y a sus hijos hasta que él volviera. Pero su madre no hizo caso: mandó hacer una mochila y metió a los niños en ella, la ató a la madre y los echó del castillo.
La mujer echó a andar, andar, y los niños ya iban sucios y con hambre. Llegó a un riachuelo y allí se paró, lamentándose de no poder lavarlos, ni darles de beber. En esto se le apareció una anciana y la muchacha le pidió que le lavara los niños. La anciana le contestó que los echara al río y que los lavara ella. Ella le hizo ver que no tenía manos. Y la anciana entonces cogió a los niños y los tiró al agua. La muchacha, al ver que se les ahogaban, fue a meter las manos en el río para cogerlos y en ese momento le crecieron. Así pudo salvarlos y luego lavarlos y atenderlos. Cuando quiso acordarse de la anciana, había desaparecido.
Siguió su camino y llegó a un pueblo. Fue a la posada para descansar, pero estaba llena de soldados y el posadero no quería mujeres allí. Ella insistió hasta que la admitió. Llegó la hora de comer y un príncipe que estaba con la tropa le dijo al dueño de la posada:
- ¿Por qué no nos acompaña la mujer?
Ella se acercó a la mesa y en aquel momento reconoció a su marido, pero se calló. Al príncipe le pasó lo mismo; pero su mujer no tenía brazos, y aquella, sí; y su mujer había tenido un perro y una perra, y aquella tenía dos niños. Dio la casualidad que sentado a la mesa estaba también el padre de la niña. La mujer dijo:
- En mi pueblo es costumbre contar la historia de cada uno, cuando se conocen.
Pues empezó a contar su historia el padre, y al oírla la niña supo que era su hija. Le pidió que le dejara probar a sacarle la espina que llevaba clavada. Y se la sacó y el padre la reconoció. También la reconoció el príncipe y se los llevó a todos con él al palacio y vivieron felices.

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EL PADRE Y LA HIJA


Érase una vez un padre que tenía una hija. La madrastra la trataba muy mal y siempre que venía el padre le hablaba mal de ella. Un día le dijo que ya no la aguantaba más y le mandó que se deshiciese de ella: que la llevase al monte, que le sacase los ojos y que la dejase allí desnuda. Y el padre no tuvo más remedio que hacerlo. Buscó una cueva y allí la dejó, desnuda y sin ojos. La pobre niña sólo le dijo a su padre una cosa:
- Me has abandonado por culpa de una mala mujer. Sólo le pido a Dios que te claves una espina y nadie te la pueda sacar excepto yo.
Pasaron muchos días y ya estaba muerta de hambre y frío cuando acertó a pasar por allí un perro que la olfateó y entró en la cueva. El perro era de unos bandoleros que se habían ocultado en el monte. Desde aquel día toda la comida que daban al animal, éste se lo llevaba a la muchacha. Así que el perro estaba cada vez más seco. Los ladrones decidieron averiguar qué pasaba y un día lo siguieron hasta la cueva y encontraron a la niña. El capitán se enamoró de ella y se la llevó a vivir con ellos. Con el tiempo el capitán se casó con ella y tuvieron dos mellizos. Un día salió la niña con sus mellizos a por agua al río y, como estaba ciega, uno se le perdió. Una vieja que la oyó llorar se le presentó y le preguntó qué le pasaba. Ella le explicó que era ciega y que se le había perdido un hijo. La vieja le dijo que no se preocupase que pronto podría ver y podría cuidarlos.
Aquella misma noche llegó a su puerta un pobre viejo que iba pidiendo que le sacasen la espina que tenía clavada. La niña comprendió entonces que aquel era su padre, aunque él no la había reconocido, por tanto tiempo como había pasado. Le ofreció que entrara y luego le pegó un estrujón que le sacó la espina casi sin darse cuenta. El viejo entonces comprendió que aquella mujer era su hija. La abrazó y le pidió perdón. Cuando llegaron los bandoleros, ella les explicó toda la historia y acordaron que el viejo se quedara a vivir con ellos.

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LA NIÑA Y LA VIRGEN


Érase una vez un padre que tenía cinco hijos y sólo una niña. El padre estaba todo el día fuera de casa, trabajando para dar de comer a tanta familia. Los niños aprovechaban la ausencia del padre para maltratar a la niña. Así que un día el padre decidió llevársela con él a la sierra. La dejaba en una cueva para librarla del frío y la lluvia y él se dedicaba a cortar leña.
Un día cayó una tormenta muy fuerte, con mucho viento y nieve. La niña, que apenas tenía ropa, pasó mucho frío. Entonces se le apareció una viejecita y le dijo:
- ¿Te gustaría tener un vestido de estrellas y ser dueña de la casa de las estrellas?
La niña contestó que sí y la vieja, que era la Virgen, la cogió por la cintura y se la llevó al cielo. ¡La lavaron y la vistieron que parecía un ángel! Entonces la Virgen le dio la llave de la puerta del cielo prohibido y le dijo que no la podía abrir hasta que ella no se lo dijera. Pero la niña no pudo resistir la tentación y al abrirla se escapó una estrella que le cortó el dedo corazón. Temiendo que la regañaran y la echaran al campo, se puso un dedal para disimular el dedo. Cuando volvió, la Virgen le preguntó por qué llevaba puesto el dedal. Ella contestó que había estado cosiendo y se había olvidado quitárselo. La Virgen le dijo que se lo quitase y ella dijo que estaba bien así. Y al día siguiente pasó lo mismo. Y al otro. Entonces la Virgen la mandó a la tierra: le quitó la ropa que le dio y la metió en un aljibe.
Pasaron por allí unos cazadores y el más joven de ellos la vio, la sacó y la tapó con su ropa. Cuando se presentó en su casa con ella, su madre se enfureció y le dijo que no la quería. Pero él dijo que quería recogerla, que la dejase en casa aunque tuviese que vivir en el corral con las gallinas. ¡Era tan guapa! Este cazador era el hijo de un rey y se había enamorado de la niña.
Con el tiempo, el príncipe y la niña se casaron y tuvieron un hijo. Pero vino la Virgen y se lo llevó. Tuvieron un segundo hijo. Y la Virgen también se lo llevó. Y otro más y también se lo quitó. El príncipe sospechó que era su propia mujer la que mataba a sus hijos y la mandó llevar a la Plaza Mayor para quemarla viva. Pero cuando iban a encender el fuego se le presentó la Virgen y le preguntó:
- ¿Abriste la puerta prohibida del cielo?
Ella le contestó la verdad y la Virgen le devolvió entonces a sus tres hijos. Y así vivieron felices y la niña no volvió a decir nunca más mentiras.

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ESTRELLITA DE ORO


Había una muchacha que no tenía madre y enfrente de su casa vivía una señora que tenía una hija y todos los días le decía a Mariquita que le dijese a su padre que se casase con ella. Mariquita se lo decía a su padre y éste le contestaba:
- No, que luego todo será para su hija y a ti te pegará.
Pero tanto insistió la muchacha que su padre acabó casándose con la señora aquella. Y desde aquel día mandaba a Mariquita los peores trabajos y la obligaba a cuidar los marranos.
Un día le mandó que llevase la comida a su padre, pero le advirtió que no comiera nada, porque si no la mataría. Iba la niña llorando por el camino cuando se le apareció una viejecita que le preguntó por qué lloraba.
- Porque la madrastra me ha dicho que lleve la comida a mi padre y que no coma nada.
Entonces la viejecita le dijo que comiera lo que quisiera. Ella, al principio, no quiso, pero la viejecita le aseguró que nadie se enteraría. La muchacha comió y sin embargo la comida quedó entera. Luego la viejecita le dijo:
- Cuando cante el burro, te tapas la cabeza. Cuando cante el gallo, te la destapas.
Así lo hizo y le salió una estrella de oro en la frente. Cuando llegó a su casa le preguntaron qué le había pasado y ella se lo contó todo. La madrastra mandó a su hija a lavar tripas al río. La hija dejó que el agua se llevase una tripa y se lió a llorar. Se le presentó la vieja y le preguntó que por qué lloraba.
- Porque se me ha ido una tripa y mi madre me matará.
- Toma la tripa - dijo la viejecita. Y añadió : - cuando cante el burro, te destapas la cabeza. Cuando cante el gallo, te la tapas.
Y le salió un rabo de burro en la frente y se fue llorando para su casa.
Por aquel entonces estaba el rey buscando novia e invitó a todas las solteras a un baile en el palacio. La madrastra fue con su hija al baile y a Mariquita le mandaron mucho trabajo para que no fuese. Pero se le apareció la viejecita y le preguntó:
- ¿Por qué no vas al baile?
- Porque yo no tengo ropa. Ni tiempo.
Entonces la vieja le dio con la varita mágica y le puso un vestido, unos zapatos de cristal y la metió en una carroza. La llevó a la fiesta y le dijo que a las doce en punto tenía que estar de vuelta en casa. Se puso al lado de la madrastra y de la hija, que no la reconocieron, de guapa que estaba. El rey no bailó con otra muchacha en toda la noche. Quiso saber dónde vivía, pero ella no se lo dijo.
Cuando llegaron la madrastra y la hija a casa ya estaba Mariquita allí. Y le contaron que había una joven muy guapa en el baile, que el rey sólo había bailado con ella.
- ¿No sería yo esa joven? - les contestó Mariquita.
- ¡Qué más quisieras tú que ser ella! - le contestaban con burlas.
Al día siguiente fue con un vestido con tantos peces como hay en el mar. Si el día anterior iba guapa, ahora iba más guapa todavía. El rey dio orden a su guardia de que no la dejase marchar. Pero, cuando dieron las doce, ella les echó un caldero de sal a los ojos y escapó. En la huida se le perdió un zapato de cristal y lo cogió el rey y dijo que se casaría con la muchacha a la que perteneciera el zapato. Las jóvenes se cortaban los callos de los pies para que les entrara el zapato, pero a ninguna le iba bien. Llegó a casa de la madrastra, se lo probó a su hija y no le cabía. Le preguntó el rey si no tenía otra hija. Dijo que sí, pero que nunca salía porque estaba sucia. El rey le ordenó que la hiciese salir. La madrastra llamó a Mariquita y ésta contestó:
- Espera un poco que me estoy poniendo el vestido.
Al rato volvió a llamarla.
- Espera un poco que me estoy poniendo la corona.
Al rato otra vez la llama.
- Espera que me estoy poniendo los zapatos.
Y al poco salió Mariquita con un vestido de aves. Tantas aves había como hay en el mundo. Y llevaba el zapato de cristal. El rey le probó el otro zapato y vieron que era el suyo. Dijo que le esperasen que iba a hacer los preparativos y se fue. La madrastra y la hija aprovecharon para esconder a Mariquita en la carbonera. Empapelaron el rabo de burro de la hija y cuando volvió el rey se la llevó. De camino al palacio, el perro del rey no hacía mas que decir:
- Rabo de burro en el coche y Mariquita en la leñera.

Tanto lo repitió que el rey acabó oyéndolo. Le tiró de los papeles a la hija de la madrastra y vio que tenía un rabo de burro en la frente y que no era Mariquita. El rey volvió en busca de Mariquita, la sacó de allí, hizo meter en su lugar a las dos malas mujeres y se casó con Mariquita. Y fueron muy felices y comieron perdices.

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LA VIEJECITA BONDADOSA


En una casita del bosque vivía una madrastra con su hija y su hijastra. Un día la madrastra mandó a su hijastra a lavar al río y le dijo:
- No vengas hasta que no esté la ropa blanca.
Pero la ropa estaba tan negra que la niña se echó a llorar. Y como tenía tanto miedo a su madrastra empezó a lavar, venga a lavar, hasta que se hizo de noche. Una viejecita se le apareció entre los matorrales y le dijo:
- ¿Qué hace aquí una niña tan bonita? Vente a dormir a mi cabaña.
Y la vieja se la llevó. (Era para probarla, a ver si era buena o mala). Cuando llegaron le dijo a la niña:
- Me siento muy mal.
Y la muchacha le dijo que si le hacía una manzanilla. La vieja aceptó. Un poco más tarde la viejecita dijo que tenía frío y la niña le preguntó si quería que echase troncos a la lumbre. La vieja dijo que sí y la niña echó troncos al fuego. Se fueron a acostar y la viejecita le dijo a la niña:
- Cuando cante el burro, te tapas la cabeza. Cuando cante el gallo, te la destapas.
La niña estuvo pendiente toda la noche y cuando al cabo de mucho rato oyó rebuznar al burro se tapó la cabeza. Y cuando oyó cantar al gallo: ¡kíkirikíiiiii!, se la destapó. Se miró al espejo y se vio con una corona de rubíes, un vestido de brillantes y la ropa a la orilla del río, limpia y seca.
Su madrastra y su hermanastra se asombraron cuando la vieron llegar. La muchacha no tuvo más remedio que contarles lo que le había ocurrido. Entonces la madrastra decidió mandar a su hija a lavar al río, para que le ocurriera como a la otra. Y también se le apareció la viejecita y se la llevó a su casa. Y luego le dijo que se encontraba mal, que si le hacía una manzanilla. Y la hermanastra le contestó de mala manera: “¡Háztela tú!”. Luego le dijo que el fuego se estaba apagando, que si podía echar leña. Y también le contestó malamente: “¡Ves tú a por ella, vieja!”. Y cuando se fueron a acostar le dijo la vieja a la muchacha:
- Cuando cante el gallo, te tapas la cabeza. Cuando cante el burro, te la destapas.
Hizo lo que le mandó y cuando se miró al espejo se pegó un susto... Vio que tenía ¡un rabo de burro en la frente!
Fue llorando para su casa y, por más que su madre le tiró del rabo, no pudo quitárselo.

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EL HADA


Érase una viuda que tenía dos hijas. Pero todos sus mimos y preferencias eran para la mayor y los trabajos más duros para la menor.
Cierto día mandó a la menor a por agua a la fuente con una cántara. Estaba cogiendo agua cuando se le acercó una anciana y le pidió que le diera de beber. Ella, sin dudarlo, se lo dio. Entonces la anciana, que era un hada disfrazada, como premio a su bondad, le concedió el don de que, cuando hablara, salieran flores y piedras preciosas de su boca. La niña volvió a su casa y, al hablar, le salían flores y piedras preciosas. La madre se quedó asombrada y le preguntó qué le pasaba. La niña se lo contó todo. La madre mandó a su hija mayor a la fuente con una jarra de plata. Cuando estaba sacando agua se le acercó la anciana y le pidió de beber. Ella le contestó de mala manera que si quería agua se la cogiese ella misma. El hada, al ver su mala contestación, le dio la desgracia de que, cuando hablase, le salieran por la boca serpientes y toda clase de reptiles. Al llegar a su casa y ver la madre lo que pasaba, culpó a la pequeña y mandó a su marido que se la llevase al bosque.
Estaba en el bosque, llora que te llora, cuando acertó a pasar por allí un príncipe, que le preguntó qué le pasaba. Ella le contó su historia. El príncipe le propuso que se fuera con él a palacio y que se casaran. La niña aceptó y se fue con él muy feliz.
Al poco tiempo de estar casados supo que su madre había muerto y que su hermana vivía encerrada y sola, pues nadie resistía el espectáculo de estar a su lado.

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LA NIÑA Y EL POZO


Érase una vez una mujer que tenía dos niñas: una se llamaba María y otra Ana. Pero la madre no quería mucho a Ana.
Un día les dijo:
- Voy a comprar al mercado. Cuando vuelva quiero que hayáis terminado todas las faenas de la casa.
María se puso a arreglarse y mirarse al espejo y Ana, en cambio, barrió, planchó, cosió,... Pero, cuando sintieron venir a su madre, María salió corriendo a decirle que Ana no había hecho nada, que se había pasado el tiempo mirándose en el espejo y que le había tocado a ella hacer todo. La madre se lo creyó, porque a María la quería mucho, y, muy enfadada, le mandó a Ana que fuese a por agua al pozo, con el cántaro más grande que había en la casa. Tanto pesaba que, cuando fue a sacar el agua, se le cayó y Ana se tiró a por él. Pero cuando lo tuvo en las manos, no podía salir. Y unos árboles que la vieron allá dentro le dijeron que si les hacía una buena comida, y les gustaba, que la sacarían. La niña les hizo una comida muy buena y tanto les gustó que no sólo la sacaron sino que, además, le dieron joyas y adornos muy bonitos.
Cuando Ana llegó a casa, su madre y su hermana le preguntaron cómo había conseguido todo aquello. Ana se lo contó todo y la madre mandó ir a María, porque la quería mucho y quería que los árboles le dieran también a ella joyas y cosas bonitas. Cuando llegó al pozo, dejó caer el cántaro y se tiró a por él. Entonces los árboles le dijeron lo mismo que a Ana. Pero María no sabía hacer comida y la dejaron en el pozo.

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